capitulos 2

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Cuando amaneció dejó soñolientamente su libro a un lado como si fuese un pez muerto que dobla su aleta, y comenzó de repente a censurarse a sí mismo: por qué, se
preguntó, sucumbiste al abatimiento de la desesperación, por qué no intentaste entablar una conversación, y luego trabar amistad con esa calcetera, la mujer del chocolate, institutriz o lo que fuera; e imaginó a un jovial caballero (que, de
momento, sólo se le parecía por sus órganos internos) que por este procedimiento —y gracias a esa misma jovialidad—, propiciaba la ocasión de sentar a ay-qué-traviesa eres en sus rodillas. Sabía que no era una persona muy sociable, pero también que era un hombre de recursos, persistente, y capaz de resultarle simpático a cualquiera; más
de una vez, en otros territorios de su vida, había tenido que improvisar un tono o que emplearse tenazmente y a fondo, sin dejarse desanimar por el hecho de que su objetivo inmediato no estuviera, en el mejor de los casos, más que indirectamente
relacionado con su meta más remota. Pero cuando la meta te ciega, te asfixia, te abrasa la garganta, cuando la saludable vergüenza y la enfermiza cobardía analizan cada uno de tus pasos…

La niña cruzaba ruidosamente el asfalto en medio de las demás, correctamente inclinada hacia adelante y haciendo oscilar rítmicamente sus relajados brazos,deslizándose veloz y confiada. Trazó con destreza una curva, y el aleteo de la falda le dejó el muslo al desnudo. Luego se le pegó tanto el vestido al cuerpo que llegó a
perfilar una pequeña hendidura en su espalda cuando, con un casi imperceptible movimiento ondulatorio de sus pantorrillas, comenzó a patinar lentamente hacia
atrás. ¿Era concupiscencia este tormento que experimentaba mientras la estaba consumiendo con los ojos, maravillado por el sonrojo de su cara y la compacta perfección de cada uno de sus movimientos (especialmente cuando, tras quedarse un instante en congelada inmovilidad, la niña se lanzó de nuevo a la carrera impulsada por el veloz vaivén de sus rodillas)? ¿O era más bien la angustia que siempre acompañaba sus desesperadas ansias de extraer alguna cosa de la belleza, de retenerla
un instante, de hacer algo con ella, fuera lo que fuese, a condición de que hubiese algún tipo de contacto, de que algo, fuera como fuese, apagara esas ansias? ¿Por qué devanarse los sesos tratando de descifrar este enigma? La niña comenzaría a correr
otra vez y desaparecería, y mañana aparecería otra, como un destello, y así transcurriría su vida, en una sucesión de desapariciones.
¿O sería de otro modo? Vio a la misma mujer haciendo calceta en el mismo banco y, tomando nota de la circunstancia, en lugar de una caballerosa sonrisa le dirigió una
mirada maliciosa, dejó asomar bajo su labio azulado un brillante colmillo, y se sentó.

No duró mucho tiempo su perturbación ni tampoco el temblor de sus manos. Trabaron una conversación que, por sí misma, le produjo a él una extraña
satisfacción; se desvaneció el peso que notaba en el pecho, y comenzó a sentirse casi contento. La niña apareció, caminando pesadamente con sus patines sobre la gravilla,
igual que el día anterior. Sus ojos gris claro se posaron en los de él durante un momento, a pesar de que quien hablaba no era él sino la calcetera, y, tras haberle aceptado, se volvió despreocupadamente hacia otro lado. Momentos más tarde estaba
sentada al lado de él, agarrada al borde del banco con sus manos rosadas de abultados
nudillos, y de repente una vena se movió bajo su piel, y luego se formó un profundo hoyuelo junto a su muñeca sin que se movieran sus hombros, encorvados por la
posición, mientras sus pupilas dilatadas seguían la pelota que corría por la gravilla.
Al igual que el día anterior, su vecina, tendiendo la mano por delante de él, le pasó un bocadillo a la niña, que, mientras comía, estuvo haciendo entrechocar suavemente sus peladas rodillas.
—… su salud, por supuesto; pero, sobre todo, un colegio de los más buenos — estaba diciendo una voz lejana, cuando de repente el caballero notó que la cabeza de rizos castaño rojizos que tenía a su izquierda se había inclinado silenciosamente para
aproximarse a su mano.
—Se le han perdido las manecillas del reloj —dijo la niña.
—No —contestó él, carraspeando un poco—. Es así. Se trata de una rareza.
Extendiendo el brazo izquierdo (sostenía el bocadillo con la mano derecha), la niña le cogió la muñeca y examinó la vacía esfera sin centro bajo la cual estaban colocadas las manecillas, de las que sólo asomaban las puntas, apenas un par de gotas
negras entre cifras plateadas.
Una hoja marchita tembló primero en el pelo de la niña, luego junto a su cuello y cerca de la delicada protuberancia de una vértebra, y durante el posterior insomnio el caballero estuvo apartando de un golpecito el fantasma de esa hoja, cogiéndolo y apartándolo, con dos dedos, con tres, y luego con los cinco.
Al día siguiente, y durante los días posteriores, se sentó en el mismo sitio,
haciendo una imitación bastante amateur pero hasta soportable del personaje del solitario: a la hora de siempre, en el lugar de siempre.
Todo aquello, la llegada de la
niña, su respiración, sus piernas, su cabello, lo que hacía, tanto si se rascaba el mentón y dejaba en él unas marcas blancas, como si lanzaba hacia lo alto una pelotita negra o si le rozaba con el codo desnudo en el momento de sentarse en el banco
(mientras él fingía permanecer concentrado en una agradable conversación), le provocaba la insufrible sensación de estar manteniendo con ella una comunión
sanguínea, epidérmica, multivascular, como si la monstruosa bisectriz que aspiraba todos los jugos de las profundidades de su ser se extendiese hacia ella, con la
palpitación de una línea de puntos, como si esta niña estuviera creciéndole a él, como si, con cada uno de sus despreocupados movimientos, ella tironease y diera fuertes sacudidas a las raíces vitales implantadas en las tripas de su propio ser, de modo que, cuando la niña cambiaba bruscamente de posición o salía corriendo, él notaba un
desgarramiento, un bárbaro desgaje, una momentánea pérdida de equilibrio: de repente te encuentras como si estuvieran arrastrándote de espaldas por el suelo, golpeándote la nuca, llevado así a un lugar en donde te van a colgar de tus propias
tripas. Y entretanto él iba escuchando, sonriendo, asintiendo tranquilamente con la cabeza, tirando de la pernera del pantalón para liberar la rodilla, haciendo dibujitos en la gravilla con la contera de su bastón, y diciendo «¿En serio?» o «Sí, ya se sabe, son
cosas que pasan…», pero enterándose de lo que le decía su vecina solamente cuando la niña no estaba cerca.
Gracias a esta parlanchina mujer supo que entre ella y la madre de la niña, una viuda de cuarenta y dos años, existía una amistad que comenzó cinco años atrás (el honor de su propio esposo había sido salvado por el que fuera marido de la viuda); que la pasada primavera, tras una larga enfermedad, la viuda había sido sometida a una importante operación intestinal; que, debido a que había
perdido hacía mucho tiempo a todos sus parientes, se había aferrado pronta y tenazmente al ofrecimiento de la pareja, que invitó a la niña a vivir con ellos en su ciudad provinciana; y que ahora ellos habían traído aquí a la pequeña para que viera a su madre, aprovechando la circunstancia de que el esposo de la gárrula señora tenía que atender algún complicado asunto en la capital, pero que pronto llegaría el
momento de regresar a casa…, cuanto antes mejor, pues la presencia de la niña no hacía otra cosa que irritar a la viuda, una persona de honestidad a toda prueba, peroque últimamente se mostraba un tanto egoísta.
—Por cierto, ¿verdad que ha mencionado usted que esa dama tiene intención de vender no sé qué muebles?
Esta pregunta (con su continuación) la había preparado el caballero durante la noche, articulándola sotto voce en el silencio ritmado por el tic tac; tras haber logrado convencerse a sí mismo de que sonaba natural, se la repitió al día siguiente a su nueva
amiga.
Ella contestó afirmativamente y le dijo sin rodeos que no sería inoportuno que la viuda ganase un poco de dinero; su tratamiento médico era, y seguiría siéndolo,
muy caro, sus recursos muy limitados, y, aunque se empeñaba en pagar la
manutención de su hija, lo hacía de forma tan esporádica —y nosotros tampoco somos ricos— que, en una palabra, parecía como si la deuda de honor, desde el punto de vista de la viuda, ya estuviera saldada.
—De hecho —prosiguió él sin perder ni un segundo—, a mí me convendría
adquirir algunos muebles. ¿Cree usted que sería correcto, que no parecería
inadecuado que…?
Se había olvidado del resto de la frase pero improvisó con notable agudeza, pues comenzaba a sentirse a gusto practicando el estilo artificial del todavía incompletamente comprensible y complejo sueño en el que ya estaba tan confusa
pero tan firmemente atrapado que, por ejemplo, ya no sabía qué era esto, ni de quién: su pierna o el tentáculo de un pulpo.

el hechicero(Terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora