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La casa de Guinda es tan silenciosa que la asquea.

Constantemente tiene la sensación de vacío y tristeza pegada a la piel como un traje invisible.

Es una sensación tan austera y hueca, como sentir el estómago encogerse sobre sí mismo y el espacio entre las costillas doler con tanta fuerza que podría derribar a cualquiera.

Para Guinda esta es la realidad, incluso en el más absoluto de los silencios nadie la escucha.

Guinda vive únicamente con su hermano menor, un niño de tres años que en su vida ha llorado más que unas cuantas horas y lo único que hace es precionar los botones de aquellos libros infantiles que sirven para escuchar a la vaca decir muuu, al perro guau y al gato miau. El único ruido que rompe el silencio de una casa tan destruida como la suya es la televisión, la cual Guinda prende para limpiar o cocinar y ahí deja, en algún canal de cocina o de esos que regalan casas preciosas o acomodan muebles lujosos.

Cuando era chica Guinda quería ser cocinera, quería tener un catering tan grande que todo el mundo la querría en los más selectivos eventos. Hoy en día el único trabajo que consigue es en el gimnasio de la esquina. Cada vez que entregan medallas y hacen un ágape, sus tortas y dulces están a pedir de boca, pero no es reconocida, nadie sabe que es ella la creadora de los manjares y nunca llama la atención. Antes lo intentaba, sonreír y decir que esos manjares eran su creación, pero los adultos la miraban extraño y los niños no mostraban entusiasmo, sólo les preocupaba comer. Guinda dejó de intentar.

El hermano de Guinda es quince años más chico que ella, a veces la lleva a preguntarse si a sus tres años es raro que apenas hable o jamás rompa el silencio que se impone en su casa desde que ya no están más en Casa. Guinda aborrece el silencio, pero está tan adherido al cuerpecito de su hermanito que no sabe cómo quitarlo, después de todo ¿Cómo se sobrevive a haber huido de una madre alcohólica y un padre drogadicto? ¿Cómo podría ella encontrar lo que este pequeño necesita? En su inocencia y desesperación, Guinda creyó que podría. Ahora, en parte lo sabe y en parte se maldice.

Guinda huyó corriendo de Casa entre gritos y golpes, abrazando contra su cuerpo al bebé. De eso ya pasaron dos años tan solo. Guinda no puede evitar temer más silencio absoluto que se acontece a una tormenta, que a los ruidos fuertes.

Sabe perfectamente que las malas noticias se dan en silencio, no con gritos.

Y lo último que quería era escuchar el silencioso paso de la trabajadora social, su tenue golpeteo en la puerta -esa gente nunca toca el timbre, se recordó- y el repiqueteo de sus dedos sobre la mesa mientras le dice que no puede cuidar más a su hermano.

Guinda observa continuamente al pequeño como si en él lograra ver todo el ruido del mundo, desearía que él corra, que rompa jarrones, que haga berrinches, que se ponga a llorar y chille, pero lo único que obtiene son ojos grandes, risas suaves y divertidas muy de vez en cuando, balbuceos al viento, charlas bajas con los perros, charlas más altas con los gatos, algún saludo durante la noche y la mañana.

Su hermano crece en el mismo mundo silencioso, opresor y aplastante que ella, pero Guinda no sabe cómo enseñarle a huir de él.

Ruido [Finalizada]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora