Capítulo 4: Errores del pasado

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Anais sacó la flor de entre las páginas del libro que había utilizado para secarla. La cogió con delicadeza, sabiendo que un único movimiento brusco sería suficiente para destrozarla. Era una flor pequeña, con el cáliz en forma de campana, de un intenso color dorado. Era obvio por qué la llamaban a esas flores campanillas doradas. Con un pequeño pincel, puso una gota de pegamento en el tallo, y procedió a pegarlo con cuidado en el cuaderno en blanco que tenía a su lado. 

La Isla Dorada había sido la primera isla en la que habían estado tras salir de Greattree, y no había olvidado la promesa que le había hecho a su prima Lucy: recoger las flores de las islas que visitara. Era la primera, y la alegraba que fuese una flor pequeña y bonita como esa. Eran de las que más le gustaban a Lucy. Iba a empezar a escribir el nombre de la flor cuando de pronto notó que las mangas le colgaban y que con lo torpe que era a la hora de escribir seguramente lo emborronaría todo con tinta. Se remangó hasta los codos y escribió usando su mejor letra. "Campanilla dorada. Oriunda de la Isla Dorada". 

Recogió la pluma y cerró con cuidado el cuaderno, para que la flor no se estropease. Se echó hacia atrás en la silla y estiró los brazos. Hizo una mueca al escuchar el desagradable crujido de su espalda. Tenía que mejorar su postura al sentarse, siempre se sentaba medio encorvada. 

Se observó los brazos. No se había fijado en ellos desde que llevo el vestido sin mangas en su fiesta de madurez. Como aquella vez, se fijó en las leves cicatrices que marcaban su piel. Recordaba que ese día, antes de marcharse, recordó haber pensado que estaba orgullosa de esas cicatrices, que con ellas demostraba al mundo que a pesar de todos los golpes recibidos había seguido adelante. Algunas le traían recuerdos agradables. Una muy pequeña que tenía en el antebrazo izquierdo le recordaba a un niño que había salvado de ser esclavo. A pesar de ser pobre, le entregó su pañuelo, una de las pocas posesiones que tenía, para que se tapara la herida, que apenas era un arañazo. Sonrió al recordar como le había acariciado el suave pelo castaño y le había devuelto el pañuelo, ligeramente teñido de sangre, y como el niño pareció feliz en ese momento porque creía haberla ayudado en algo, que de alguna manera le había devuelto el favor. 

Repasó las heridas de una en una. Recordaba perfectamente como se hizo cada una, qué estaba haciendo cuando se las hizo. La mayoría le traían recuerdos de caras sonrientes, de libertades recuperadas. Pero no todas. 

Observó las marcas gemelas que tenía en sus antebrazos. Eran las cicatrices más gruesas que tenía, aparte de la del hombro que Didrieg le causó. Aquellas cicatrices le traían recuerdos muy desagradables. Le traían recuerdos de su primera gran misión, de su primer fracaso. 

Tres años atrás, tras huir silenciosamente de Greattree en una barca robada, viajó hasta una isla cercana. Ahí, consiguió un trabajo limpiando la cubierta de un barco de la Marina que tenía como destino Loguetown. Jamás pensó en unirse a la Marina para luchar contra los piratas esclavistas, por dos razones. La primera era que sabía que hacían la vista gorda a algunos piratas esclavistas porque daban un porcentaje de sus ganancias al Gobierno Mundial. La segunda era que siendo de la Marina tendría que luchar contra los piratas de los que su madre le había hablado, de los piratas amantes de la libertad, piratas como su padre. Durante ese mes escaso, fingió ser de la Marina. Hacía lo que le ordenaban, ayudó en algún que otro ataque a algún que otro barco pirata de poca monta. A pesar de que luchaba contra esos piratas, no podía evitar pensar que tal vez alguno de esos piratas conocía a su padre, o que igual su propio padre estaba en alguno de ellos. 

La chica del sueño imposible (One Piece) La chica de la sonrisa pintada 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora