Capítulo Siete

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  "Las señoritas de Avignon" de Pablo Picasso. España 1907.  

-¿Cómo se encuentra hoy?- Le dije al médico que se encontraba frente a mí. Me miró desafiante y yo a él, ambos estábamos hastiados y hartos de estos encuentros que de forma obligatoria nos teníamos que hacer, pero no había más remedio, el que era mi jefe, se encontraba medio moribundo y yo ahora era el responsable de él y de todo lo que me había dejado. Esta situación nos desesperaba a todos, por culpa de una puta, todos sufrimos las consecuencias, y esto tan solo acababa de comenzar. Él se marchaba y el resto moríamos con él, tal vez fuese por ser la cabeza pensante del grupo, por todos los momentos en los que había tomado el rol de líder, pero no sabíamos cómo seguir sin él. Es imparcial y estricto, pero se metía entre nosotros, manipulandonos, acercándonos más a él y entre nosotros, simplemente conseguía controlarnos a todos, apaciguarnos. Y ahora estaba en una camilla tumbado, medio inconsciente, desangrándose. ¿Cómo una ramera como ella podía haber atentado contra él de esta forma? Ella no valía tanto.

No era la primera vez que iba contra uno de nosotros, y yo fui el primero, todavía tengo cicatrices de sus mordidas y arañazos, ¿de dónde sacará tanta fuerza? Mis tatuajes quedaron casi deformados, gracias a ella, tal vez las cicatrices no fuesen tan grandes pero sí me quedé con suficientes como para dejarme bien marcado. La intentamos atrapar tantas veces y otras tantas la tuvimos vigilada. Su obsesión por ella era tan grande, tan abrumadora. Al final todos terminamos embelesados por su tersa y bronceada piel, de una perfección tan irreal que dolía a la vista, por sus largas y firmes piernas, por esas delicadas y frágiles manos, con sus dedos tan alargados y acentuados por sus finas uñas, por su figura, tan simétrica y delicada, tan solo su cintura, ya que parecía del más fino y caro cristal, y su rostro que terminaba de matarnos a todos, como de un balazo en la sien, rápido y indoloro, pero tan placentero para el que lo dispara, su rostro de diosa griega, con una mandíbula ovalada y delgada, un mentón ligeramente prominente, unos labios grandes y carnosos, que iban acompañados por un notorio arco de cupido y una nariz respingona, unas mejillas rojizas y bien marcadas y sus ojos, si entras por su iris derecho,te metías a un profundo océano lleno de maravillosas criaturas mitológicas, lleno de diferentes tonalidades y colores, y si entras por el izquierdo, encontrabas el bosque más bonito e irreal en pleno otoño, sin hojas, pero con mis ramas acariciando tu rostro. Y por último pero no menos importante su grandísima cabellera negra, con destellos castaños y acaramelados, que iban a conjunto con sus pobladas cejas, su cabello ondulado e interminable.

Ella nos había llevado a la locura, uno por uno, era como ver a Medusa, directamente a los ojos, paralizándote en una fracción de segundo, robandote el alma, la poca que a nosotros nos quedaba por nuestro pecados. Ella se había defendido de todas las veces en las cuales la habíamos intentado atrapar, y ninguno de nosotros salió ileso. Él, enloqueció, completamente por ella, la veía y deseaba en todo momento pero cada día la odiaba un poco más y se lo podíamos notar. Pero mi obligación para con él, por todo lo que le debía, era doblegarla, hacerle aceptar de una vez que dejaba de ser una persona para ser su nueva mascota.

Salí del cuarto donde estaba encamado e intenté llegar al edificio lo más rápido posible, corrí y conducí como el viento. Llegué en el mismo instante que el camión con el resto de la mercancía, a patas y como el buen rebaño las metí para dentro, ahora yo estaba a cargo. La vieja apareció junto a mí y me dio las llaves. Ella en una esquina, en el peor cuarto que podríamos tenerla, con lo que le quedaba de ropa, parecía estar en trance. Tan frágil e indefensa, podría romperle el cuello presionando tan solo por unos minutos en el sitio idóneo, pero solo su esencia, su aroma, me arrancaba esa idea de la mente.

En el despacho y como una buena perra, arrodillada ante mí. Pero me enfurecía su pasividad, su falta de temor, que yo le fuera irrelevante. Me hacía sentir enano, temeroso de ella, había algo que me susurraba al oído lo fuerte que ella era y lo despreciable que era yo, tan solo con su presencia. -Limpia- La empujé contra la mancha de sangre del suelo y al momento le tiré un trapo humedecido que cayó en su cabeza.

Tras un desesperado intento por llamar la atención, aquel señor de brazos tintados me dejó en otra vez en el cuarto, pero esta vez fue uno distinto, me llevó escaleras arriba y me encadenó a un antiguo radiador. Cada cierto tiempo la señora de cabello plateado venía a traerme algo de comer. Pero quienes más cuidaron más de mí, fueron las chicas, escondida entre la ropa me traían la comida que les sobraba, me cepillaban el cabello, me aseaban inclusive. Hace dos días que me bajó el periodo y encadana no podía hacer nada más que cerrar las piernas para manchar la poca ropa que llevaba y no el suelo. Ellas me trajeron toallitas sanitarias y tampones que de vez en cuando conseguían y aunque todavía sigue siendo incomodo para mí y más para ellas, nos estamos acostumbrando. No tendría vidas suficientes para compensarles todo lo que hacen por mí.

Me empezaron a contar el cómo llegaron aquí, cuantas veces intentaron escapar y como a cada intento las esperanzas se devanecían más y más. Cuantas se había escapado por la ventana, hacia el vacío, prefiriendo matarse a seguir vendiéndose. Lo que podía ver en ellas, algo que las unía de una forma tan intensa, era las esperanzas que su fe les proporcionaba y a veces envidiaba aquello. Me recordaba a mi madre, en cuantos momentos difíciles se había dejado caer casi por completo en el fe y su amor a la religión y a dios y no en sí misma. Yo optaba por la segunda opción e incluso, estando en esta situación seguía optando por confiar en mí, que sabía que jamás me defraudará que en cualquier otro, yo no le dejaba mi vida a nadie. Pero si sentía la necesidad de aliviar mis penas y dejarselas a otro, que alguién más las cargara conmigo, como hacían estas personas, cargar sus penas junto a su dios.

Yo me consideraba la más burguesa de ellas, muchas venían de Rumanía, Senegal, Zimbague o Malasia. Me consideraba como tal porque había tenido una vida mucho más fácil y debía decir que era gracias a mi madre, de no haber sido por ella y sus esfuerzos y su trabajo, otro pájaro habría cantado y no a nuestro favor, seguiríamos en el Líbano y solo Satanás sabría cómo y dónde. Todas ellas habían vivido vidas e infancias muy complicadas y salir al extranjero, no necesariamente a España sino a cualquier otro país que no hubiese sido el natal, habría sido suficiente para ellas, según me contaban, y en cuanto vieron la oportunidad de salir no la quisieron desperdiciar. Unas vinieron engañadas pero como en todo hay excepciones y nosotras no éramos una, a otras llegaron a rastras, se vieron en un furgón, medio inconscientes, de un momento a otro y maniatadas, sin más que hacer.

Llegué a la conclusión de que estas chicas eran la respuesta a la demanda de un fetiche racista, sexista y machista. Eran la demanda de un hombre blanco y acomodado por una mujer inferior, a poder ser, de diferente etnia, para mayor disfrute de su consumo personal. Era verse a sí mismo poderosos e invencibles, porque a quién tenían debajo de ellos, era a una mujer que no conocía su idioma, que no sabía dónde estaba y que no podía acudir a nadie. Era una situación tan injusta. ¿Cómo podían llegar a menospreciar tanto a una persona?¿Cómo se podían engañar a sí mismo de tal forma? La prostitución no existiría si no hubiese demanda, al igual que tantas injusticias.

Esta gente, en su mayoría hombres, venían, las escogen como fruta del mercado, y se las llevaban y lo que pasase dentro de la habitación, se queda ahí. Podría recrear las escenas que me relataban y las marcas que tenían en el cuerpo hacían que aquella escena se volviese más realista. Sabía que la siguiente sería yo, pero no confiaba en mí. Si ya había intentado matar a quién me violó por primera vez, no podía imaginarme de lo que sería capaz si alguien intentase hacerme aquella aberración de nuevo. Mi cuerpo nunca me había importado tanto como ahora, jamás lo había protegido tanto.

Sabía que si seguía en este cuarto, donde todas dormíamos, era para que de alguna forma ellas me educasen. Se hiciesen cargo de mi, ellos querían doblegar mi voluntad, pero esto no terminaría bien para nadie y si yo también tenía que volver a escapar por la ventana como otras ya habían hecho, no tendría ni un ápice de duda, no titubearía en ningún momento. Ella seguían cuidándome, y se preocupaban mucho por mí, tal vez sería la mínima diferencia de edad o la experiencia. Ellas me alentaban más que amansarme para mi debut, si me llevaban a su burdel, terminaría con todo el que pudiese, con todo el que estuviese frente a mí. No me defendí lo suficiente en el metro pero lo haría ahora. Y si salía viva o moribunda al menos, ellas saldrían tras de mí, aunque eso supusiera que si volviese a por ellas, yo ya no volviese a salir viva de ahí. 


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