Parte III

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Gavvy salió del cubículo del baño apurada, recogió sus pertenencias del suelo que se habían dispersado cuando tiró el bolso en un arrebato para no perder tiempo, y dejó el cepillo de dientes fuera, el cual se había convertido en su amigo fiel en los últimos cuatro meses. Cuatro meses atrás, efectivamente, una silueta masculina la habría seguido dando por zanjada una sesión de sexo aburrido; ahora, sin embargo, el motivo era bien distinto. Estaba embarazada. ¡Finalmente! Y eso le provocaba vómitos y mal sabor de boca tras ellos. Cuando hubo acabado, guardó el objeto y observó su reflejo solitario en el espejo. Ojos marrones, pelo moreno. Se sentía feliz de estar embarazada pero, sorprendentemente, le faltaba algo. Ella siempre había sido una chica muy independiente por la vida que le había tocado vivir y, en ese momento, echaba en falta tener a alguien a su lado. Alguien que le diera ánimos cuando estuviera sin aliento, alguien con quien elegir el color de la pared de la habitación de su bebé, o con quien elegir el nombre. Mejor dicho: alguien a quien imponerle el color de la habitación y el nombre del bebé. Pese a que se sentía sola, su carácter no había cambiado nada.

Cuando se enteró de que estaba embarazada, quería contárselo a todo el mundo, pero se descubrió sin nadie. Buscó a Ashton durante bastante tiempo, creía que era su deber avisar al padre de la criatura de que sus genes iban estar correteando por ahí; necesitaba a alguien con quien compartir las alegrías y las penas que le supondrían tener un hijo. Y quién mejor que el padre -porque Ashton lo era, no tenía la menor duda. Cuentas son cuentas y, aunque le pesase, no había habido otro después de él. Intentaba convencerse de que era porque les fallaba algo físicamente, pero la verdad -la jodida verdad que salía a relucir todas las noches- era que Ashton era tan perfecto para ella, que ni imaginándose al chico perfecto podía poner otra cara. Ella no era poeta, o escritora, o tenía una banda con la que escribir música, pero tenía una musa con la que soñar cada noche. Echaba de menos esos rizos que la habían hecho gemir y llegar a orgasmos tan brutales que, cada vez que los recordaba, se le ponía la piel de gallina.

Ashton dejó las baquetas en la mesa y se tiró en la cama de la habitación del hotel. Sabía que sus compañeros iban a salir pero a él no le apetecía. Amnesia había sido el último tema que habían tocado y, de alguna manera, sentía que era la canción que compartía con Gavvy. Algo que podía sonar estúpido, porque esa canción siempre le había recordado a la persona a la que tuvo que decir adiós y no a la que le contó todo; pero así era. No había vuelto a saber nada de ella: no sabía si seguía siendo tan maníaca o si había encontrado y conseguido lo que andaba buscando. Le hubiese encantado resolver todas sus dudas pero la chica parecía escurrirse entre sus dedos como el agua y, finalmente, se había dado por vencido.

Gavvy era como un pájaro, podía volar con una bandada pero siempre se hacía de notar. Él, mientras tanto, intentaba concentrarse en su banda y en sus fans, pero se le hacía imposible escuchar Amnesia y no recordar aquellos ojos marrones.

Quizás, si Ashton hubiese entendido el porqué de la obsesión de Gavvy por los genes pudiera haberle dicho que los ojos marrones también son bonitos; porque no es la mirada, es quien te mira y quien tiene la habilidad de descifrar sus esferas, de leer a través de ellas. Pero, de nuevo, quizás eso los hubiese separado por un tabique aquella noche y nunca habría pasado nada. Caprichos de la vida, injusticias triviales, daba igual, lo que contaba es que se sentía vacío sin nunca haber tenido nada que echar en falta.

Ahora, al menos, tenía el recuerdo de su cara. Gavvy le había dado inspiración, pero inspiración inútil, porque era tan sombrío lo que escribía que nunca se atrevía a leerlo -y mucho menos enseñárselo a alguien. Ahora tenía escritos en borradores, hojas sueltas deambulando por sus maletas y muchas lágrimas contenidas.

InerciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora