Ashton observó a su pequeña corretear de un lado a otro, subiéndose a columpios y tirándose por toboganes. Pese a que era un día de mierda, la imagen de su hija jugando hizo que el dolor que sentía en su interior cesase ligeramente. Pero las risas de aquella rubia, los llantos de los bebés, las adolescentes comentando su último ligue y las madres gritando a sus hijos no conseguían, ni con mucho, callar el sentimiento de vacío que sentía en su interior. Nunca antes el silencio había sido tan ruidoso. Sonrió ante su ocurrencia, seguro que Gavvy tendría algún comentario sarcástico que añadir.
Alexia no aprendió a decir “mamá” porque, simplemente, no tenía ese concepto en la cabeza. Gavvy no había podido ser mejor madre que la suya propia porque, básicamente, no estaba con su hija. Eso le dolía y estaba seguro que eso también le dolía a ella. Gavvy, la chica que buscaba acostarse con chicos genéticamente puros bajo su juicio, había encontrado a su alma gemela y, además, a su hija perfecta. Y se había ido antes de poder experimentar todo lo que eso significaba.
La pequeña había estado preguntando durante todo el día qué le pasaba a su padre y éste, harto de no poder contar a nadie lo que sentía, había decidido llevarla a jugar al parque.
No es que no pudiera hablar con sus amigos o con sus compañeros del grupo, es que no se sentía con fuerzas para hablar de ella. Sólo necesitaba a alguien que la hubiese amado tanto como él lo hizo y seguía haciendo, alguien con quien compartir su sentimiento de pérdida; pero esa persona no existía. Se habían conocido por inercia, como dos títeres que están condenados a las cuerdas del destino. Primero se la había dado en bandeja y, al poco, se la había arrebatado.
Se sentía desamparado, como si ya nada en el mundo pudiera hacerle reír, soñar o ilusionar. Un trocito de su alma se había ido con ella y esa era la parte que jamás podría recuperar. Su hija le alegraba el día a día, pero cuando la tristeza se instalaba en su interior como un sucio parásito que le robaba la felicidad, unas veces poco a poco y otras de golpe, no había nadie que le consiguiera sacar de la cama y obligarle a hacer algo.
Normalmente, se mantenía en movimiento porque con pensar en otras cosas como, por ejemplo, tocar la batería o llevar a la pequeña a la guardería, el dolor se hacía sufrible. Pero los días que se paraba físicamente, su mente empezaba a funcionar a la velocidad de la luz, recordando todos los gestos, sonrisas, palabras y expresiones que había usado su chica. Y era entonces cuando el dolor crecía en su estómago y subía por todo su cuerpo, le ahogaba y le provocaba que el alma se le encogiese hasta que cabía en el mísero puño de su hija de tres años. Las lágrimas descendían por sus ojos y él no intentaba pararlas porque sabía que no podía. Dejaba que el sabor salado le mojara las mejillas y cayera hasta su lengua y él lo saboreaba, porque ellas eran las únicas que habían estado con él desde que ella lo había abandonado. Sólo las lágrimas y la soledad. Y el recuerdo martirizándolo sin concederle descanso.
A veces, escribía canciones donde no quedaban reflejadas ni la mitad de las palabras que pensaba; éstas parecían estar concentradas en las yemas de sus dedos incapaces de salir, y él las dejaba ahí porque ya no tenía a nadie a quien explicarle la historia detrás de la historia. Gavvy, sin duda alguna, había sido especial desde el momento cero y él, en el fondo, siempre lo había sabido por la forma en la que sus almas se mezclaban cada vez que hacían el amor; por la manera que sus manos recordaban con exactitud el cuerpo del otro, sabiendo dónde tocar, cuándo y cómo. Gavvy era la brújula de su vida, pero siempre se había hallado en un laberinto del que no había salido con vida y en el que había dejado gente buscándola tras de sí.
Gavvy murió quemada, lo que es una muerte poco común. Quizás era la forma en la que debía morir. Ella no habría podido morir en un accidente de tráfico o de alguna enfermedad. Ella tenía que morir quemada. El fuego, como ella, es peligroso, pero lo necesitamos para vivir. Necesitamos que nos ofrezca su calor para no morir congelados. Muchas personas se acercan a él porque se sienten atraídos por su faceta peligrosa, pero se mantienen a una distancia prudencial; ahí es cuando ven la llama danzar al antojo de la suave brisa, la fina línea lila de la base y como, poco a poco, se va degradando en un atractivo color amarillo. De repente dejan de verlo como algo peligroso y empiezan a verlo como algo bello. Dejan de necesitarlo para sobrevivir y lo empiezan a necesitar para vivir. Un porcentaje de la gente se queda ahí, a una distancia prudencial, pero algunos osados se acercan más, teniendo en la cabeza que en cuanto sientan dolor, saldrán corriendo. Después, llega un momento en el cual parece tan hermoso, agradable, confortable y se sienten tan cómodos que no son capaces de alejarse. Y se introducen más y más y acaban quemándose. Con el primer roce de dolor que sienten, se alejan corriendo y muchos no vuelven a acercarse a la llama nunca más en toda su vida.
Pero Gavvy no era así. Gavvy se introdujo de lleno, ignoró las señales que le daba su cuerpo de que debía alejarse, convencida de que el centro de la llama era la cumbre de la felicidad. Al final, acabó tan dentro del fuego, del calor y de lo hermoso, que murió. Murió porque todo lo que da demasiado calor, puede hacer que ardas; al igual que todo lo que da frío, puede entumecerte.
A Gavvy le gustaba jugar con fuego y con el amor, le gustaba manejar bengalas de colores y controlar los sentimientos de los que estaban a su alrededor; y eso le pasó factura. Ni siquiera le dolió morir. Simplemente se fue, sabiendo que su muerte había sido provocada por la simple intensidad de su vida.
Pero a Ashton sí le dolió.
Una noche se planteó su realidad como un error, dudó de si haberla conocido había sido una fortuna o un infierno, porque eran muy diferentes en algunos aspectos. Él no podía simplemente dejar de querer o de preocuparse por los demás. Él no podía aceptar no tenerla ahora. Y se enfadó y la maldijo por haber roto su promesa. Pero luego se arrepintió, porque eso es lo que hace que te mueras: que nadie quiera guardarte para el resto de sus días como una mancha negra en la memoria, sintiendo un fantasma a la espalda que te asfixia cuando todo lo que tú has hecho ha sido no poder retenerla un minuto más para evitar la catástrofe. La ironía del tiempo, éste a veces es crucial, otras te despierta del sueño para empezar la pesadilla.
De la soga en su corazón ya ni hablaba, tenía un nudo tan grande y fuerte como la distancia entre mundos que les había sido dada.
Ashton estaba hecho polvo y no tenía a nadie que le hiciese el amor para recomponerse.
Ashton y Gavvy siempre habían estado perdidos.
Perderse, que significaba ir a buscarte y, en la búsqueda, encontrarte.
Cuando dos almas vagantes se reconocen como una sola, les pasó como a ellos. Encontraron su camino por medio de las dificultades.
Ahora Gavvy no estaba sosteniendo su peso, se había marchado.
Y Ashton, lejos de estar perdido, estaba solo.
Lo que es mucho peor porque ahora no tienes la opción de que te encuentren.
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Inercia
FanfictionAshton escribe canciones para una musa sin cara. Llega a una ciudad, suelta la maleta y al día siguiente empaca para marcharse a otra. Pero siempre lleva la misma clase de vacío. Gavvy tiene claro lo que quiere, pero no es capaz de conseguirlo. En...