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Diane se llevó el pincel pensativa a la quijada. El lienzo en blanco aún seguía impoluto sin ni una gota de pintura.
Ella no sabía aún cómo empezar. Cada facción del señor Evans le llamaba igual la atención y estaba perdiendo un poco la cordura al recordarlo.

Colocó el pincel y empezó a dejarse guiar por sus recuerdos antes de que el sonido de la puerta cerrarse la detuviera en seco.

—¿Milady qué hace?—su nana entró en la estancia con una gran sonrisa.
La dama cubrió con su cuerpo el lienzo de manera que ella no pudiera ver lo que estaba pintando. No es que le avergonzara admitir que estaba dibujando a uno de sus sirvientes, pero era simplemente extraño.

—Dibujo nana.

—¿Algún paisaje?—inquirió la señora Bertha.

—No, un retrato.

—Como el de su padre.

Diane se congeló en seco. El recuerdo del conde aún le traía a colación tantos momentos juntos que su corazón volvía a doler con solo evocar su nombre. 

Verlo en su lecho de muerte la destrozó. Diane no recordaba cuantos días y noches lloró su ausencia, pero sus ojos se sentían tan pesados como piedras que ni los polvos lograban disimular sus ojeras. La dama se había rehusado a salir de su habitación como por un mes y durante el año de luto fue constantemente a su tumba, buscando un lugar alejado de todos los constantes comentarios sobre su muerte.

En su primera temporada, Diane había querido salir huyendo de los salones a causa de la tristeza y el miedo que tenía. Mientras otras jovencitas se esforzaban por lucirse frente a los caballeros con sus dotes de canto o interpretación de un instrumento, ella se esforzaba por no llorar cada vez que entraba a un salón del brazo de su hermano y no del de su padre como debió haber sido.

Sebastián no era un mal hermano, pero apenas conoció a Charlotte, dejó bastante en claro sus prioridades, olvidándose poco a poco de ella. No lo culpaba, Charlotte era una mujer especial y la adecuada para su hermano, pero si era honesta hubiese preferido un poco más de tiempo con él, antes que soportar la compañía de la condesa viuda.

Lady Georgiana siempre había sido una madre estricta, pero desde que murió su padre las cosas empeoraron, al punto en que a veces ella se preguntaba si era mejor tener la versión enojada de su madre, que siempre la regañaba por cualquier nimiedad o la versión frágil de ella que se limitaba a llorar días enteros.

—¿Milady?—su nana la llamó preocupada temiendo que se sintiera mal. En el pasado, Diane era un poco enfermiza y era común verla en cama más que jugando o compartiendo con otras damas.

—Estoy bien nana.—la tranquilizó. Su amiga Angelique siempre se preocupaba por ella y era demasiado dramática.

Diane la extrañaba, pero por su avanzado embarazo no era vista en público y su madre le había prohibido visitarla hasta que consiguiera esposo.

La dama suspiró cansina. La palabra "esposo" no salía de su mente. Tenía que encontrar uno y pronto.

—No te escuché, Melissa.—oyó mascullar a su nana a una joven doncella que entró de repente en su habitación.—Repítelo.

—Mi madre dice que la necesita en la cocina, señora Bertha. Algo de una tarta.

—Oh sí, Dalila me pidió que le ayudará con la tarta de manzana.—respondió su nana.—Milady vuelvo en unos minutos, iré un rato a la cocina.

—Claro, nana.—respondió Lady Diane quien tampoco la necesitaba de urgencia.

—Milady.—la jovencita Melissa llamó su atención.

Perdido en otro sigloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora