The god of the light
La ceremonia estaba a punto de comenzar, Moris estaba muy preocupada por la charla que había tenido con su madre la noche anterior, dónde la avisaba de lo que significaría para su padre que su única hija se convirtiera en protectora del fuego del dios de la luz. Aún estaba en una de las tantas habitaciones que conformaban el enorme templo que se erguía poderoso por encima del resto de la ciudad comerciante.
Venía de una familia pudiente, su padre era un afamado senador, y su madre era la prima de la esposa del emperador. Era la pequeña de una familia numerosa: Tenía un hermano mayor que era comerciante y que vivía cada mes una parte diferente del mundo, otro varón un poco más joven que había empezado sus estudios de Senado para llegar a dónde su padre, y una hermana que estaba casada con un general. Todos ellos tenían un nivel de vida a la altura de su padre, sin embargo, ella no quería tener aquella vida desahogada.
Todo cambió en la primavera anterior, cuando fue con sus padres a la entrega de ofrendas a la diosa de la primavera, por primera vez en mucho tiempo, las calles de la capital se llenaron de claveles, rosas y margaritas, eran como enormes alfombras que recorrían las calles principales. Las custodias de los templos de los alrededores, incluso de otras ciudades, llegaban lanzando pétalos de rosas que los niños y niñas recogían para jugar con ellos. Incluso Moris había jugado con sus hermanos a perseguirse por toda la ciudad, volviendo locos a todos los encargados de su cuidado.
Un pensamiento se cruzó en la mente de aquella muchacha cuando vio a todos esos niños corretear de un lado para otro, con una sonrisa adornándoles el rostro, cuando los músicos pasaron a su lado tocando alegres melodías. Un pensamiento la alejó de la alegría que la rodeaba, y por un instante pensó en lo que sería entregar su vida a los dioses y custodiar el fuego de un templo.
Cuando aquella noche llegó a casa, la joven se sentó en el taburete para que le cepillaran los largos cabellos de color castaño. Su mirada se perdió en la oscuridad bañada por velas que entraba por su ventana. La esclava entró en la habitación con varias toallas dobladas en antebrazo. Con sumo cuidado mojó sus manos en la pequeña tina, y comenzó a calar el largo pelo de Moris.
-Hoy he pensado en entregar mi vida a los dioses- Pensó en voz alta.
La mujer que estaba a su espalda detuvo sus manos un segundo, como si estuviera digiriendo la información que le acababa de soltar.
-¿Está segura, mi señora? Ya sabe que es una decisión que no se toma a la ligera...
-¿Sabes que las sacerdotisas no solo se encargan de la manutención del templo en el que viven si no que también se encargan de dar alimento a todas las familias más desfavorecidas de la ciudad?- Preguntó ella mientras notaba que su pelo empezaba a estar cada vez más mojado.
-Una labor encomiable.- contestó la mujer mientras echaba la ultima cucharada de agua en el pelo de la muchacha.
-¿Sabes, además, que cuando una sacerdotisa se hace mayor y tiene que dejar su puesto a las más jóvenes, esta puede entrar a las zonas con mejor vista en el circo y en el teatro y que puede casarse y tener hijos?-
La esclava que estaba en su espalda la miró con ojos tiernos, con un peine siguió cuidando la melena de la joven.
-Si es su deseo, señorita, nadie debería decirla lo contrario-
Aquella noche Moris durmió de un tirón, cuando se despertó, la luz suave del amanecer la acariciaba la faz. Moris observo la luz que salía del mar, era un azul turquesa perfecto, los pájaros cantaban a pleno pulmón, y ninguna nube parecía que fuera enturbiar el precioso día. Eligió un traje completamente blanco y se recogió una porción de su larga melena en una pequeña coleta. Recorrió los pasillos y cruzó el jardín dirección el cuarto de divanes, dónde sus padres esperaban desayunando.
