2. Mil años solo

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Al despertar, Dalí se encontró solo en el auto, en el garaje, en aquel sótano olvidado del mundo. Y sintió como si estuviese al borde de caer por un pozo, paralizado, porque al menor movimiento el suelo iba a desmoronarse y la tierra se lo tragaría sin dejar rastro.

En el campamento con los demás, era normal despertar y que no estuviese Jota. Pese a que tenían muchas tareas que llevar a cabo, su hermano se lo consentía. Y nadie se los echaba en cara, justamente porque Jota se ocupaba de trabajar el doble o de suplir su ausencia del modo que fuese necesario.

Pero ya no estaban en el campamento, y era mejor no traer esos recuerdos. Su hermano se lo había dicho enfadado, deja de preguntar o nos perseguirán sus fantasmas. Todos estaban muertos, tan sencillo como eso. Y morirse era lo peor del mundo... es un lugar del que no se puede regresar. Dalí tenía menos de diez años y no le alcanzaban los dedos de una mano para contar a todos los amigos que habían desaparecido y ya no habían regresado. Y cuando un número superaba a los dedos de una mano, entonces era demasiado para él.

Sintió que se ahogaba. Llamó a Jota alzando la voz, y se quedó escuchando el silencio. Se le hizo un nudo en la garganta. Esperó y no ocurrió nada. Ya estás llorando de nuevo, oyó claramente la voz de su hermano, pero sólo en su cabeza, porque Jota no estaba ahí. No quiso reconocer que así era y se refregó la cara con las mangas... ¿Acaso se volvió a quedar dormido? ¿Cómo saberlo?

El único sonido provenía de una filtración de agua, una gotera que marcaba un ritmo preciso, quizá a cada un segundo; y sin darse cuenta, el pequeño Dalí había acompasado su propia respiración a ese clap... clap... clap que no tenía principio ni fin. El resto era completa oscuridad.

Tanteó a ciegas y descubrió con alivio la pesada mochila de su hermano. Ambos llevaban mochila, pero la de él no tenía comparación. Dalí cargaba con lo más parecido a una muda de ropa limpia para ambos; mientras que Jota cargaba con la manta, las herramientas, unas latas de comida (que había robado del almacén del campamento) y la cacerola, eso sin contar otras tantas chucherías y objetos de valor. Por ejemplo, ahí estaba la linterna, en el bolsillo lateral izquierdo.

Las pilas eran sumamente difíciles de conseguir. No juegues con la linterna, se dijo a sí mismo repitiendo las severas palabras de su hermano. Después de pensarlo, la encendió sólo un momento para ubicar la puerta justo donde el agujero que habían hecho la noche anterior; y de nuevo a ciegas, se arrastró fuera del auto por el hueco del parabrisas trasero, tirando de las correas de la otra mochila. La pasó por el agujero de la puerta y luego fue su turno.

Una vez del otro lado, se puso la pesada mochila arriba de su propia mochila. Erguirse sobre sus piernas le costó quizá lo mismo que a una tortuga dándose la vuelta tras haber caído con la panza hacia arriba. Subir las escaleras fue un tortuoso paso a paso. Sin embargo, consiguió llegar hasta el primer descanso, donde ya la oscuridad no era tan densa e incluso alcanzaba a distinguirse el pasillo y el recorte de las tres puertas.

Continuó subiendo el siguiente tramo de escalera, saliendo por fin a la luz del día que inundaba esa habitación en medio del bosque, con la que por suerte se habían topado y que les había servido de refugio, de la noche, pero sobre todo de la bestia, que era peor que la noche. Porque después de la noche seguía el día, pero después de un encuentro con la bestia sólo seguía la muerte.

El bosque apretaba los árboles contra las paredes de la casa como queriendo estrangularla. Dalí miró hacia atrás, por encima del hombro, a ese rectángulo negro del que había surgido, y sonrió orgulloso. Como si hubiera sido otro, allá en las profundidades, el niñito que hacía un momento había estado llorando paralizado del miedo. Claro que no, sin duda alguna, ese niñito y él debían ser dos personas completamente diferentes.

IMPACTO - el mundo perdidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora