4. Sujeta mi mano

7 1 0
                                    

Descender hasta el cauce del río fue difícil a la par que entretenido, con una pendiente que los obligó en todo momento a tener que sujetarse de las raíces y las ramas, para no caer rodando y terminar despedazados contra las rocas escarpadas.

Fue Jota que, notando la aprensión de su hermano, comenzó a tararear sin ton ni son lo primero que le vino a la mente:

tarará-tararí...

taratí-ti-tíriri...

Dalí continuó la melodía, y siguió añadiendo tal cantidad de tararás y tararís que tranquilamente puede decirse que −al llegar abajo− había compuesto una sinfonía.

tararán-tararán...

tararán-ta-tárara...

toron-torón... ton...

¡ta-tan!...

tarará-tararí...

taratí-ti-tíriri...

Lástima que la olvidase enseguida. El río también cantaba (a su manera). El caudal del agua era mucho más poderoso de lo que Jota había esperado. Y para colmo, sin que se dieran cuenta, había comenzado a lloviznar. La lluvia se aproximaba a paso rápido. La tormenta que habían divisado desde lo alto era la causa de que el río no fuese en aquel momento un arroyo somnoliento. Quizá un par de horas antes o también puede que apenas un par de horas después, les habría bastado con dar un saltito, sin ni siquiera mojarse los pies, para cruzar al otro lado.

−¿Y tenemos que cruzarlo? –preguntó Dalí−. ¿Realmente tenemos que hacerlo? Porque yo no puedo hacerlo.

Jota se limitó a asentir con la cabeza girando en redondo, buscando alternativas, lo sabía muy-muy bien. En vano había intentado en varias ocasiones enseñarle a Dalí a nadar, y el pequeño no había conseguido nunca dar más que un par de manotazos, riendo y jamás tomándoselo en serio.

−Tal vez podríamos... −comenzó a decir, pero ambos dieron un salto hacia atrás, por poco zambulléndose en el río.

−¿Qué fue eso?

Jota le indicó que guardase silencio. Quizá había sido una rama o un desprendimiento: algo pesado había caído dando tumbos detrás de los arbustos. Quizá no era nada, sólo eso, unas ramas, tierra, piedras. Un resoplido seguido de un gruñido atontado confirmó su peor pesadilla.

Podrían correr hacia uno u otro lado, yendo por la margen del río. Pero si la bestia volvía en sí, los alcanzaría en menos de un parpadeo.

Nadie corría por su vida huyendo de un rompehuesos, en todo caso corría retrasando su muerte un par de pasos desesperados. Tan sólo la suerte hacía la diferencia, pero los dos hermanos habían gastado su cuota de suerte la noche anterior, cuando se toparon con la casa hundida en medio del bosque; de lo contrario ya habrían muerto y no habría historia que contar. La bestia los había seguido. La habían perdido, pero había vuelto a encontrar el rastro y ahora estaba ahí, detrás de unos arbustos no más espesos que una cortina. Debía ser la misma bestia que había matado a todos en el campamento.

−Rápido –susurró Jota, tironeando del brazo de Dalí (o puede que no haya dicho nada y que más bien habló sin decir una palabra).

Pero el pequeño se clavó al suelo como una estaca. Le temía al río tanto como al rompehuesos. Para Dalí ambos caminos conducían al mismo desenlace. Jota le lanzó una mirada cargada de ira. De un fuerte tirón ajustó las correas de su mochila y también las de su hermano; había tomado una decisión, y cuando Jota tomaba una decisión ni una montaña conseguía hacerle torcer el rumbo. Ninguno de los dos se daba cuenta, pero el bramido del río se había tornado tan intenso que no se escuchaba nada más.

−Sujeta mi mano –le ordenó con firmeza.

El pequeño permaneció aún más paralizado.

−Dalí –insistió Jota−, tenemos que cruzar el río ahora mismo. Sujeta por favor mi mano, no voy a soltarte.

Por fin Dalí accedió. La bestia asomó entonces el hocico, la cabeza y el torso, su mirada asesina fue al encuentro de los ojos del muchacho, y sintió todo su temor y se relamió.

Los rompehuesos pertenecían al planeta Lankia, en la distorsión del impacto no sólo el clima había cambiado provocando una sacudida global. No se trataba de que una roca había golpeado y a la vez había sido golpeada por otra roca. Ambos planos de la realidad se habían fusionado, habían colisionado a un nivel más allá del entendimiento ordinario. Los rompehuesos eran gorilas, pero también leones (por intentar explicarlo de alguna manera sencilla, aunque torpe); sin embargo, el mayor porcentaje de su ser provenía de una bestia caníbal que había habitado el planeta gemelo, en un hábitat sumamente inhóspito y hostil, y ahora, se hallaba a sus anchas en un paraíso de presas fáciles de cazar, con frágiles huesos recubiertos de blanda carne. Y una cosa más, había un destello de agudeza en su mirada; tal vez no raciocinio como tal, pero sí algo mucho más allá del puro instinto salvaje.

Quizá habría sido mejor que Dalí se sujetara, como acostumbraba, del cinturón de su hermano, pero en el agua y con las mochilas a cuestas eso no podía ser posible. Aunque le dificultara nadar mil veces más a Jota, de este modo podía asegurarse de mantener a flote la cabeza de Dalí. Sin embargo, más que cruzar el río, habían sido arrastrados por lo fuerza del agua igual que hojas secas por el viento.

Pero la bestia no se rindió así nada más, nunca lo haría, y comenzó a perseguirlos por la orilla. Y a la vez que el agua arrastraba a los chicos, y agotaba a Jota, también el río se ensanchaba, haciendo que fuera mucho más imposible alcanzar su meta.

Jamás llegarían al otro lado, ni tampoco podrían regresar a su lado de la orilla, puesto que ahí los aguardaba la otra muerte, una muerte terrible, porque los rompehuesos masticaban a sus víctimas estando todavía con vida, conscientes, entre gritos agónicos y estertores horribles, sintiendo romperse sus huesos, la columna vertebral, las piernas.

Al chocar con una piedra, que sobresalía del agua como el caparazón de una inmensa tortuga marina, Jota, que recibió el golpe de lleno con su espalda, quedó inconsciente. Sin embargo, Dalí se agarró con su otra mano de la piedra y ahora fue su turno de tirar de su hermano, luchando por mantenerlo a flote.

Pero la corriente era demasiado fuerte, y mucho más para un niño pequeño. Por lo que pudo sujetar a Jota no más que un instante. Dalí se quedó agarrado a la piedra, más que por sus propias fuerzas, por la misma presión del agua; mientras que Jota dio una vuelta de campana, primero encima de la mochila, luego al revés y finalmente desapareció. Como si nunca hubiera existido, sólo desapareció.

Sin darse cuenta de lo que hacía, Dalí se encaramó sobre la piedra y permaneció de pie viendo el agua, ahí donde un segundo antes había visto hundirse a Jota. Pero Jota no volvió a salir a flote.

A un lado, en la orilla a unos cinco metros, la bestia detuvo su alocada persecución y lanzó un rugido desafiante y rabioso; en la orilla opuesta, a unos diez metros, la vida aguardaba sin pretensiones, sin ninguna otra cosa que ofrecer más que la oportunidad de ver el sol asomarse por el horizonte al día siguiente.

IMPACTO - el mundo perdidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora