5. El fantasma de nadie

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No hay manera de saber cuánto tiempo transcurrió. Simplemente, el chico se percató de que entre los árboles asomaba el recorte de una figura conocida, allí, en la orilla que habían pretendido alcanzar con su hermano.

Entonces, en una orilla estaba la bestia y en la otra, esa extraña criatura que veía por segunda vez (porque ya la había visto antes, apenas un par de horas antes, cuando se perdió en el bosque... ¡y qué curioso, parecía que hubieran transcurrido mil años de esa misma mañana!). Pero además de la bestia y la criatura, también estaban el río y la tormenta. Sólo que Dalí ya no era consciente de nada. La bestia, la criatura, el río y la lluvia... Y Tata, que se había hundido en el agua y el río se lo había tragado.

La bestia, la criatura, el río, la lluvia y su hermano que ya no estaba ahí (ni tampoco regresaría). En su cabeza, Dalí únicamente podía fijar su atención en una sola cosa por vez. Quizá observaba el río, y entonces se quedaba viendo el río, cada vez más crecido, con ramas e incluso troncos de árboles que le pasaban flotando por al lado, arrastrados por la furiosa corriente. Quizá miraba a la bestia, y entonces la bestia le devolvía una mirada desconcertada, porque el chico no expresaba temor, ni desesperación, ni angustia, sino un vacío inconmensurable, con unos ojos que se le habían vuelto vacíos como huecos por dentro, como las ventanas de cualquier casa abandonada, donde no había nada dentro y parecía que nadie había vivido allí nunca, ni tampoco nadie la habitaría jamás, ahora que el mundo conocido había desaparecido...

Quizá lloraba, pero con la lluvia es difícil asegurarlo. Dalí permanecía de pie igual que una estatua. Y el agua del río ahora había sobrepasado la altura de la piedra, y sin demora ya le alcanzaba los tobillos; de modo que, sin hundirse, Dalí se estaba hundiendo en medio del río. Era cuestión de tiempo y el río lo arrastraría también a él, igual que le había ocurrido a Jota. Y lo tragaría la corriente, y sería el fin. Y entonces también desaparecería, sin llegar a convertirse en el fantasma de nadie, porque nadie pensaría en él.

Se preguntó a dónde irían a parar todos los que desaparecían. Pero bueno, pronto lo averiguaría. Dalí ya no esperaba nada más, salvo morirse también. Ya no le interesaban las ciudades perdidas ni los tesoros, ni tampoco que Tata se enfadara porque había cometido alguna torpeza, porque había perdido algún objeto importante o incluso porque era débil y estuviese llorando de nuevo. Nadie los perseguiría ahora, ni a él ni a su hermano, a ninguno de los dos... Al final, concluyó con una lucidez sumamente dolorosa para su edad, desaparecer es la cosa más sencilla y bonita del mundo.

La fuerza de la corriente empujó a Dalí −como si el río se hubiese confabulado con la muerte− provocando que casi perdiera el equilibrio. Por suerte, el instinto de supervivencia activó las alarmas y lo hizo reaccionar. En un par de minutos tendría el agua a la altura de las rodillas.

El chico afirmó los pies inclinando el cuerpo hacia delante, en contra de la corriente, agachándose y agarrándose de la piedra con las manos, quedando ahora con el agua a la altura del pecho. Pero una vez más, sólo era cuestión de tiempo, de tiempo y de que se le agotaran las fuerzas. Su barco era una piedra anclada en medio del río.

Así que se soltó. Tal vez por descuido o por decisión propia. Se soltó y la corriente lo arrastró al instante.

Al despertar, la luz del sol le acuchilló los ojos, como si se tratara de pedazos de vidrio. Se sintió flotar, y no sin razón, porque sus piernas colgaban y sus pies se hamacaban a su suerte. Pensó que quizá estar muerto le permitiría ahora viajar infinitas distancias sin sentir cansancio alguno, sencillamente flotando. Se acurrucó contra el calor de un cuerpo ajeno, del que se sentía que ahora formaba parte, y le pasó los brazos al cuello.

En ese instante, quien lo llevaba a cuestas, amarrado con un sillín como una mochila a su espalda, amainó el paso, aunque sin detenerse, dándose cuenta de que el chico por fin había despertado.

Poco a poco los ojos de Dalí se acostumbraron de nuevo a la luz, y las formas cobraron sentido. Árboles y arbustos. Avanzaban, una vez más, a través del bosque, siempre a través del bosque. No estoy muerto –concluyó, sintiéndose tan repentinamente feliz que le brotaron las lágrimas, humedeciendo el cuello de... ¿de Jota? Su hermano no había muerto ahogado. No, de ninguna manera. Incluso había vuelto para rescatarlo como hacía siempre.

Ta...ta −balbuceó emocionado, comenzando ahora sí a hipear y llorar con fuerza, ni más ni menos que a la espera de que su hermano le llamara la atención preguntándole si acaso estaba llorando.

¿Ya estás llorando de nuevo?, incluso creyó escuchar la voz de Jota preguntándole.

Se refregó la cara con el antebrazo y se abrazó con todas sus fuerzas al cuello de su hermano. Sin embargo, una voz extraña le indicó amablemente:

−Si tu objetivo es ahorcarme, la verdad estás a punto de conseguirlo.

El comentario que procuró ser tan sólo una broma, horrorizó a Dalí a tal punto que se hecho hacia atrás. Pero como estaba amarrado a la espalda del otro, ambos se bambolearon yendo a parar al suelo.

Dalí comenzó a patalear gritando histérico, e incluso continuó gritando después de que el extraño lo hubiera soltado de las ataduras. El chico se revolvió en la tierra lanzando manotazos y patadas como si todavía se encontrara luchando contra la corriente en el río, hasta agotar sus fuerzas y quedar ovillado en sí mismo.

El extraño se arrodilló a su lado:

−Intenta descansar −dijo, y le acarició la frente comprobando que aún la fiebre no había cedido.

Improvisó un campamento con una fogata en medio, y hasta un refugio para el chico con ramas y hojas secas. Al caer la noche, tenía incluso la cena preparada, un caldo de sopa de conejo.

Las llamas de la fogata hacían bailotear las sombras a su alrededor. Con la mirada torcida, Dalí observaba la danza macabra, cargada de muy malos augurios.

−No quiero más –dijo, apartando la cabeza hacia atrás, rechazando la cuchara de madera que quedó suspendida en el aire.

−Sólo un poco más... Dos o tres cucharadas para que mejores, no seas malo.

−Está bien –asintió Dalí resoplando, con un tono de voz tan absurdamente enfurruñado que el extraño no pudo aguantar una risita.

A la mañana siguiente, el chico despertó sobresaltado. No recordaba muy bien dónde se encontraba ni cómo había llegado allí. Cuando el bosque permanecía en silencio, entonces significaba que algo muy malo andaba rondando cerca. Pero los pájaros trinaban como si se tratase de la mañana del primer día del mundo.

Dalí sentía renovadas sus fuerzas. Sin embargo, algo no estaba bien. Jota estaba sentado donde la fogata, dándole la espalda, afilando la punta de una lanza con un cuchillo.

−Ey... –lo saludó volteando−, bienvenido al mundo de los vivos.

−Tata –dijo Dalí casi atropellándose con sus propias palabras, reviviendo las imágenes que se le habían grabado en la mente−, soñé que te hundías en el río y ya no regresabas.

−Lo siento mucho –dijo el extraño, sinceramente apenado−. Vi cómo la corriente arrastró al chico mayor que te acompañaba...

Entonces el hechizo se desvaneció llevándose consigo al fantasma. No era su hermano Jota, sino un completo extraño quien le hablaba, sentado junto a la hoguera, afilando la punta de una lanza con un cuchillo.

−¿Entonces dónde está Tata? –preguntó Dalí, aunque ya sabía la respuesta.

El extraño se encogió de hombros y negó con la cabeza. Jota había desaparecido para siempre y ya no regresaría, se había convertido en un fantasma.

IMPACTO - el mundo perdidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora