Aquella noche de varios meses atrás, abrí los ojos y, en la oscuridad, tanteé a mi lado comprobando que Agustín, mi marido, no estaba conmigo. Somnolienta y recordando que se encontraba en uno de sus viajes de trabajo, miré el luminiscente reloj de la mesilla. Eran las dos y media de la madrugada, y en ese momento, volví a escuchar los ruidos que me habían sacado de mi sueño. Parecían proceder del portal.
«¡Uf!, ¿no estará nadie intentando entrar en casa?», dije para mis adentros.
A mis cuarenta y dos años, había tenido que acostumbrarme a pasar muchas noches de soledad por los continuos viajes de mi marido, pero eso no evitaba que aún me quedase un cierto temor a que alguien quisiera asaltar la casa, más siendo fin de semana y estando completamente sola.
De pronto, escuché una risa femenina, seguida de una masculina, y lo que parecía un resoplido. Después, el silencio.
«Tranquila, Mayca», me dije, «los ladrones no se ríen antes de abrir una puerta...».
Más calmada, al rechazar la posibilidad de un asalto, me levanté intrigada por lo que acababa de oír. Me acerqué a la puerta de casa, pareciéndome escuchar un nuevo resoplido, y no pude evitarlo, la curiosidad pudo conmigo, así que abrí la mirilla y eché una ojeada.
La luz del portal estaba encendida, y lo que vi, terminó de espabilarme. Apoyado sobre la puerta de enfrente estaba Fernando, el hijo de mis vecinos. Pero aunque verle siempre era motivo de interna y secreta alegría para mí pues, a sus veintitrés añitos, el chico estaba para mojar pan, lo que me dejó alucinada fue que éste, con una cara de satisfacción y puro vicio, miraba hacia abajo contemplando cómo, acuclillada ante él, una chica de larga cabellera rubia movía su cabeza arriba y abajo, adelante y atrás, a la altura de su entrepierna, sujetando algo con su mano derecha que no dejaba lugar a dudas de lo que se trataba.
Sentí cómo el rubor subía a mis mejillas, pero no pude separarme del pequeño visor, contemplando, entre escandalizada y excitada, cómo aquel apetitoso chico suspiraba con el trabajito de la rubia.
«Vaya con Fernandito...», pensé, «cómo aprovecha que sus padres no suelen estar los fines de semana para traerse a la novia... ¡Y qué cachondos, ni siquiera han podido esperar a entrar en casa!».
Es cierto que eran las dos y media de la mañana, y que vivíamos en un tercero, siendo ésta la última planta del edificio, y que sólo había dos pisos por planta, por lo que la posibilidad de pillada era ínfima... Pero allí estaba yo, desvelada por unas risas incontroladas, cazándoles in fraganti en su apasionado y descarado arrebato juvenil.
A pesar de que sólo podía ver los gestos de placer dibujándose en el atractivo rostro de Fernando, y su fuerte torso y brazos mientras sujetaba la cabeza de la chica, quien de espaldas a mí, le eclipsaba de cintura para abajo, sentí cómo mi entrepierna se humedecía al contemplar el hipnótico vaivén de la rubia cabellera, que estaba dándose un festín con prolongados movimientos atrás y adelante.
Sabía que debía apartarme de la puerta, que no estaba bien espiar a nadie, por más que ellos mismos se lo hubiesen buscado, pero no podía apartar mi mirada de cómo el rostro del chico se tensaba, apretando los dientes, mientras su novia le llevaba al delirio con gula.
De repente, él soltó un gruñido prolongado, tensándosele al máximo la mandíbula, marcándosele más los pectorales en la entallada camiseta que llevaba, al tiempo que la rubia detenía su ritmo cervical para reiniciarlo muy pausadamente, en prolongados movimientos, mientras su chico temblaba extasiado.
«¡Joder, se está corriendo dentro de su boca!, ¡y ella parece disfrutarlo!»
Quedé impactada. Nunca fui una mojigata, pero hay ciertos límites que nunca traspasé con mi marido o algún noviete anterior. A Agustín se la chupaba, de vez en cuando, sobre todo cuando volvía de algún viaje. Le tumbaba sobre la cama y le hacía una buena mamada, pero en el momento de su orgasmo, siempre me retiraba para ver cómo se corría sobre su incipiente barriga. No sé, me daba cosa lo de que se me corriera en la boca, y me gustaba ver cómo el denso líquido salía disparado de su polla... Pero al ver aquella escena en directo, algo se removió en mí. Me excitó muchísimo ver cómo el chico parecía darle a ella toda su potencia viril, derritiéndose dentro de su boca por su arte, mientras ella lo saboreaba como un triunfo.
ESTÁS LEYENDO
PAREDES DE PAPEL
RomanceUna mujer madura descubre la intensa vida sexual de su joven vecino a través de unas paredes mal insonorizadas. Ese descubrimiento despertará en ella reprimidos deseos que le llevarán a ser la coprotagonista de esa placentera vida.