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Esa misma noche, estaba completamente desvelada. Aunque la conversación telefónica con mi marido había bajado mis ánimos y libido, había pasado todo el día nerviosa, incapaz de centrarme en nada, únicamente pensando en los juegos de palabras con mi vecinito, y en la terriblemente excitante sensación de estar sentada sobre su joven, dura y enorme polla.

Serían las dos de la madrugada, y no se oía ningún ruido procedente de la habitación de al lado que me diera un nuevo aliciente para descargar mi tensión con una relajante paja de oyente, así que salí a la terraza a fumarme un cigarrito sintiendo la leve brisa que se había levantado.

Consumí el cigarrillo, pero no me pareció suficiente, así que encendí otro. Cuando estaba soplando el mentolado humo suavemente hacia arriba, me pareció escuchar un leve gruñido, despertando mi interés, así que presté más atención y capté unos sonidos de movimiento procedentes de la terraza de al lado.

En la penumbra, a la que mi vista ya se había acostumbrado, seguí a la pequeña nube de humo blanco que había salido de entre mis labios mientras flotaba hasta la terraza contigua, como guiando mi curiosidad.

Cuando llegué a la separación entre las dos viviendas, otro gruñido ahogado y lo que parecía una silueta que se intuía a través de los pequeños agujeros de la celosía de madera, me confirmaron que había alguien del otro lado.

Sigilosamente, me pegué a la pared, junto a la celosía, en el punto exacto donde ésta no llegaba a tapar la separación entre los dos pisos, dejando una rendija a través de la que, si una se acercaba lo suficiente y se colocaba en el ángulo correcto, se podía observar casi toda la terraza vecina.

Sintiendo el corazón en la garganta y dando una nueva calada por puro nerviosismo, eché una ojeada. Efectivamente, encontré a alguien al otro lado. Allí estaba Fernando, completamente desnudo y de perfil a mí, con su largo miembro «¡Oh, Dios, sí que la tiene grande!», entrando y saliendo de entre los labios de una chica que, arrodillada ante él, se estaba dando un festín con tan excelso pedazo de carne.

«Madre mía, menudo follador está hecho este muchacho...», pensé, espiando sin reparo. «¡Y qué bueno está!», me dije, estudiando su atlética anatomía de musculatura definida pero no hiperdesarrollada. «Y ese pedazo de polla...», atestigüé cuando la chica se la sacó completamente de la boca para lamerla mirando fijamente a su dueño.

Como secreta espectadora, sujetando el cenicero con una mano y consumiendo pausadamente el cigarrillo recién encendido, me deleité con el inesperado espectáculo de aquella chica (ninguna de las dos anteriores con las que le había visto) haciéndole una tremenda mamada a aquel que ese día se había confirmado como protagonista de todas mis fantasías, y objeto de mi deseo.

Fernando emitía leves gruñidos con la labor de su nueva compañera, quien, a pesar de no poder tragarse más que la mitad de ese imponente miembro, debía ser muy buena chupándolo, a juzgar de cómo mi vecinito gozaba, y además se veía que la felatriz disfrutaba con ello.

Todo el apetecible cuerpo del joven estaba en tensión, tan delicioso con sus glúteos contrayéndose con cada succión de la chica... Un auténtico bombón que me encantaría ser yo quien se lo estuviera comiendo.

Sus gruñidos de satisfacción aumentaron de tono, y cogió la cabeza de su amante para, con rítmicos movimientos pélvicos, follarle la boca con mayor intensidad, haciéndola tragarse su gruesa verga para alcanzar mayor profundidad, a lo que ella respondió con un gemido de aprobación ahogado con carne.

Yo ya tenía el coño hecho agua, recreándome con una escena que unos pocos días antes solo había podido vislumbrar, pero que en esta ocasión se me ofrecía con todo detalle. Me resultaba terriblemente morboso y excitante ver en la penumbra cómo esa poderosa polla entraba y salía de la boca de la chica, haciéndome relamerme; ver cómo Fernando comenzaba a agonizar de placer metiendo su lanza hasta la garganta; contemplar cómo ella saboreaba cada centímetro de duro músculo hundiendo los carrillos... Y todo ello aderezado con el picante de la contemplación furtiva, del pícaro encanto de ver sin ser vista, terminándome un cigarrito como quien come palomitas disfrutando de una buena película, y con la adrenalina corriendo por mis venas ante la posibilidad de ser cazada.

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