Pasé dos días sin volver a saber de Fer. Ni una coincidencia con él en la calle o el portal de casa, ni siquiera un fugaz vistazo a través de la rendija de la celosía de la terraza, teniendo en cuenta que mis salidas para fumar se habían vuelto más frecuentes, a pesar de que le había prometido a mi marido que lo dejaría definitivamente cuando volviese de viaje.
Mi estado de ansiedad sancionándome mentalmente, y a la vez congratulándome por lo ocurrido con el chico, me llevaba a consumir un cigarrillo cada hora, encendiendo también en mi interior la pequeña esperanza de verle aparecer en su terraza mientras yo exhalaba humo.
La soledad por la ausencia de mi esposo, aunque intentase refugiarme en el trabajo, me daba muchas horas al día para rememorar una y otra vez cada mínimo detalle de lo que ya había supuesto un punto de inflexión en mi vida.
El premeditado ataque a mi, hasta entonces, intachable fidelidad, no solo no había servido para apaciguar mis oscuros deseos, sino que los había catapultado para hacerme sentir que quería más, que necesitaba más, y que el artífice del más devastador orgasmo que había disfrutado en mi vida, me había convertido en esclava del placer que me podría proporcionar entregándole mi cuerpo para que lo utilizase a su antojo.
No podía apartar de mi mente la imagen de ese joven y atractivo ejemplar de macho desnudo para mí, con todos sus músculos en tensión y su potente polla erecta dispuesta a ser tragada con una gula que nunca antes había sentido. Mi ropa interior se humedecía con el recuerdo, y en cuanto éste evolucionaba hasta el momento de ver su castaño cabello entre mis muslos, no podía evitar acariciarme hasta descargar la excitación acumulada.
En menos de cuarenta y ocho horas, había perdido la cuenta de las veces que me había masturbado. Ni siquiera en la época de mi despertar sexual, fantaseando con el cantante de moda del momento, mis dedos habían trabajado tanto en mi coñito.
Y así fue que, aquella mañana, mientras masajeaba mi clítoris por enésima vez tumbada en la cama, escuché unos inequívocos jadeos femeninos que llegaban del otro lado de la pared.
Detuve mi autosatisfacción, y agucé el oído, percibiendo más claramente los gemidos, acompañados del inconfundible palmeo que indica un rítmico choque de carne contra carne.
«¡Qué cabrón!», dije para mis adentros. «Se está follando a una de sus amiguitas, teniéndome aquí al lado más salida que el pico de una plancha por su culpa».
Unas palabras incomprensibles para mí, en voz femenina, me hicieron saber que la amiguita estaba disfrutando por todo lo alto, dado el tono en que eran pronunciadas.
"¡Plas!". Un sonoro azote, seguido de un quejido de mujer cargado de excitación, fueron los teloneros de la autoritaria voz de mi vecino:
— ¡En español, zorrita, que quiero entenderte! —dijo, sin detener el rítmico golpeteo de lo que yo ya estaba segura que era su pubis sobre las nalgas de la chica.
— ¡Sí, siñor! —exclamó ella entre jadeos, con un marcado acento del este—, ¡Mi mata, siñor, mi mataaa...!
En ese momento, asociando el acento a la voz, reconocí a la afortunada que estaba recibiendo las duras estocadas de mi deseado: «Joder, ¡es Dana!».
Dana era la asistenta que mi vecina Pilar había contratado tan solo tres meses atrás, en sustitución de la mujer que había limpiado la casa durante veinte años, y que se acababa de jubilar.
— Hace poco que ha llegado de Rumanía —me había dicho mi amiga al poco de contratarla—, pero ya se maneja bastante bien en español, y entre que solo tiene veintidós añitos, y que es puro nervio, me deja la casa como nueva. Estoy encantada con ella, y aunque creo que hasta le sobra tiempo, no me importa pagárselo si sigue trabajando así de bien. ¡Divina juventud!
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PAREDES DE PAPEL
RomanceUna mujer madura descubre la intensa vida sexual de su joven vecino a través de unas paredes mal insonorizadas. Ese descubrimiento despertará en ella reprimidos deseos que le llevarán a ser la coprotagonista de esa placentera vida.