Algo curioso que tiene el inicio de las clases en Buenos Aires es el repentino cambio de clima que ocurre ni bien se anuncia la llegada del otoño. Marzo recibe a los alumnos con botellitas de agua en cada mochila y pantalones cortos para soportar las fuertes olas de calor; Abril, en cambio, esparce sus tonos naranjas con el caer de las primeras hojas, llegando con ellas ese frío que aprende a velocidades vertiginosas a jugar a anudar el cabello desatado de las niñas, a invocar el fantasma de la ropa que no deja correr a los muchachos en los recreos, y a enfermar de gripe a los pocos desobedientes que no quisieron llevar una bufanda.
En el secundario la vida es más fácil porque los alumnos, un poco más maduros y repletos de hormonas, no sólo toleran mejor las temperaturas bajas, sino que además aprovechan la estación para lucir los ropajes más elegantes que mezclan camisas escotadas con colores espectaculares junto a pantalones ajustados de mil estilos y diseños. Laila y Agustín llevaban poco más de dos semanas de llenarse de mensajes con anécdotas e ideas, de charlas interminables, de aportes y opiniones compartidos tras la mención de cada proyecto, cuando otra de esas situaciones inesperadas que evoca el frío los sorprendió a mitad de uno de sus poco frecuentes encuentros: la magia de ver caer las hojas arremolinándose en su descenso perdió un poco de su brillo cuando el cielo se oscureció y de él, pequeñas gotas heladas comenzaron a descender provocando una infinidad de diminutas manchas en el pavimento.
Para ese entonces sus citas solían seguir un cronograma bastante rígido: se veían en un punto neutro —ella odiaba la idea de que la fuera a buscar de su casa porque lo consideraba una forma de sobre protección machista, como si la mujer necesitara un acompañamiento especial por parte de un hombre ya que sola no se puede defender sola—; luego caminaban por barrios pintorescos, o iban al cine de Congreso, o quizás visitaban un museo y se dedicaban a conversar y dar un paso detrás de otro hasta que les dolieran los pies o el hambre —él insistía en dejarla ir del lado de la vereda cuando caminaban y ella declinaba por la misma razón del punto anterior—. Al final, ingresaban en un restaurante barato, pedían algo que más tarde pagarían a medias y al salir ella dejaba propina mientras que él insistía en que no era necesario porque siempre encontraba una falla en el servicio de los mozos que justificara el negarse a tal compensación.
Su relación se trataba sobre eso: andar, hablar, compartir; pero esta lluvia de pleno mes de abril los tomó desprevenidos justamente en la parte donde ella cedía en sus exigencias de igualdad y le permitía consentirla un poco acompañándola a su casa, aunque solo lo hiciera para pasar un rato más juntos.
Y es que una lluvia al final de una salida, en el momento exacto en que él la compaña a su casa, donde ella chilla porque el agua cae del cielo tan fría que quema pero él amablemente le presta la campera permitiéndole descubrir que ese perfume que le sentaba tan bien también lo llevaba impregnado en la ropa... ese momento es para ambos más que una simple lluvia: es una oportunidad en toda regla.
Laila lo invita a pasar adentro, a refugiarse y sentir el calor de una taza de café. Agustín, un poco más adicto a los mates, acepta sin oponer ninguna resistencia y al ingresar siente un aroma artesanal como a cigarrillos y pan casero inundándole los sentidos de una manera agradable a pesar de que hace algunos años había dejado de fumar. La ve colocar una pava al fuego, recibe de sus manos una toalla y se niega juguetón a sacarse la camisa solo para verla insistir. Afuera llueve a cántaros, tienen un buen rato a solas para pasarlo en compañía.
—Entonces Tu hobbie sería el handball —dijo Laila entregándole una taza humeante y una remera de pijama que, aunque a ella le quedaba enorme, a él apenas le entraba.
—Podría decirse. Me gustaba jugar con amigos desde la primaria, y a esta altura ya se volvió una tradición.
Se sientan uno al lado del otro y la chica tira un acolchado sobre sus hombros. Agustín mira la estufa prendida, pero en realidad no le da importancia. El centro de su atención está puesta en la persona que acaba de llegar con una nueva camisa más holgada que la blusa que cargaba puesta hace rato. Se ve tan sexy que desearía deslizar su mano por debajo de la frazada y acariciar su muslo de una vez, mas el ritual del cortejo es lento y exige ciertas atenciones. No se podía precipitar o lo echaría a perder.
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Entre amores e ideologías
Romance¿Pueden un joven criado bajo el típico pensamiento del sistema patriarcal y una chica empoderada empeñada en la misión de desterrar ese tipo de ideas de la sociedad gestar algo duradero juntos? ¿Qué es más importante, las ideologías o el amor? Eros...