Con una condición.

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Llevaba prisa, a pesar de que el tiempo fuera eterno. Tomo su blusa por debajo, la removió con confianza y descubrió debajo de ella un vientre blanco y frío donde posar su mano. Sentía la necesidad imperiosa de regalarle su calor, su ternura, su cariño hasta volverse eternos.

Ella, por su parte, no podía más que disfrutar el instante y su capacidad inefable de congelarse a pesar del calor que surgía de las manos de su moreno. Se sintió tentada a hacer alguna locura, como morderlo o abrir la puerta, o esas cosas que consideraba graciosas, pero lo veía tan centrado, tan absorto en la tarea de recorrerla con el tacto, como un ciego del mundo que busca conocerla solo a ella, que al final de cuentas resolvió dejar los juegos infantiles para luego.

Se mecieron al son del andar del tren por las vías, abrazándose, besándose, encontrando diferentes huecos donde tocar y dejarse avasallar por la caricia ajena. La ventana cerrada los aislaba del universo, y en ese pequeño espacio infinito solamente existían ellos do.

Desabotonó el pantalón, forcejeó contra su cierre y recibió una presión sensual sobre sus glúteos a cambio. Ella detuvo sus manos, las atrapó entre las propias llevándolas a su busto, contaminó el ambiente de suspiros al recibir la caricia candente de la lengua de su amante en el cuello y luego se subió sobre el moreno aún de pie, como queriendo montarlo. Tenerla elevada le facilitó la tarea de desnudarla, y eso era todo lo que necesitaba.

Se devoraron hasta saciarse, beso sobre beso, boca sobre infierno. Aún la tenía a cuestas cuando encontró la forma de bajarse la cremallera y dejar que su pantalón buscara el piso para poder percibirla con toda su piel. Ella lo encontraba divertido: nunca había pensado en hacer el amor arriba de un tren. Quizás la idea de los camarotes no haya sido tan mala, después de todo.

Laila sintió su espalda contra la blanca y fría pared, sintió sus pechos arder contra el pecho delineado de Agustín y pronto una sensación de presión abordó su entrepierna, acompañada de la insistencia de su macho por penetrarla. No pensaba permitir que esos esfuerzos fueran en vano.

Con movimientos mansos de su cadera, permitió que el enorme miembro llegara al punto correcto y lo sintió deslizarse lentamente buscando su interior, provocando diferentes sensaciones que poco a poco cobraron intensidad, en la medida que el suplente de biología la sujetaba de los glúteos y comenzaba a penetrarla cada vez con más fuerza.

Se sintió una afortunada por el físico atlético y atractivo que la sostenía en el aire, espalda contra la pared, mientras que ella se aferraba a su cuello con las manos y a su cadera con las piernas para así acercarse lo más posible, como si quisiera tenerlo más adentro.

La pared detrás de ella sufría las percusiones rítmicas de su pasión, pero eso no le molestaba en lo absoluto. Se sentía feliz al notarlo tan lujurioso, tan concentrado solo en ella, tanto era el deleite que notaba en sus ojos, que no podía evitar encontrar algo de paz en la piel negra aplastando la suya, en las manos que sostenían sus glúteos, en los músculos de ese hermoso cuerpo masculino tensados por el esfuerzo de mantenerla en lo más alto, de su propia fuerza experimentada al sujetarse de él, como si no quisiera que se fuera y él no quisiera dejarla caer.

Agustín podía verla: era perfecta. Tenía al cabello rubio todo desarreglado, la boca entreabierta, apagando gemidos para que no la oyeran los demás en el tren, la cadera rígida para no perder la postura casi acrobática en la que se encontraban. La había visto en sus redes sociales trepada a una tela o realizando alguna postura de yoga y desde entonces había fantaseado con cogérsela en todas esas complejas figuras, y ahora la tenía ahí. Más de una vez se masturbó pensando en ella, en desnudarla, en complacerla, en hacerla gemir, en aplastarse cuerpo con cuerpo hasta llegar al orgasmo, y ahora que por fin podía, no había forma de que fuera más feliz.

Entre amores e ideologíasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora