Como el otoño y la primavera

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Las personas tenemos un vínculo extraño con nuestras familias. Reflejamos en ellos una parte de nosotros mismo —ya sea que la aceptemos o no—, porque conocer a la familia de la persona que amamos es, de cierta forma, conocer una parte de su estructura más primaria; es acercarnos con una indescriptible intimidad al material con el que está hecha; es ver sus costumbres y descubrir en ellas una nueva experiencia con esa misma persona.

Conocer a la familia de la persona que amamos es descubrir a la mamá que le servía el mate cocido siendo niña, al papá que le contaba cuentos y que jugaba con ella después de trabajar, son los hermanos que le habrán hecho pasar algunos de sus más grandes momentos de diversión y enojo, de competencias infantiles, de cariño y protección.

Llegar allí es obtener el privilegio de presenciar en tiempo real la forma de relacionarse con esos seres que le enseñaron la manera correcta de amar, y eso —bien lo sabía Agustín— no era algo que se pudiera menospreciar. Laila, al abrirle las puertas del hogar de su madre, le había permitido acceder a lo más profundo de su intimidad.

Eligió con cuidado su ropa, la colonia para su pelo, la manera en la que se comportaría desde que abriera por primera vez la boca para decir «hola», hasta los gestos y las respuestas inteligentes que intentaría soltar.

Acudió a la cita puntual, una característica que le era bastante propia, y descubrió detrás de la puerta de entrada a la casa de la infancia de su adorada rubia a una mujer de gran altura, rostro fino y gesto cansado. Era extraño tenerla en frente, no era lo que esperaba. A primera vista, no le parecía que esa llegara a ser la imagen de su Laila en un futuro. Quizás por los cachetes: los de la rubia eran enormes comparados a los de su madre, quien poseía un aspecto casi esquelético.

Su mente se desconcentró a tal nivel que casi brinca del susto al percibir la apagada voz rasposa que decía.

—¿Este es tu novio? Es callado y va a ser médico. Si querías mi aprobación o alguna de esas mierdas por el estilo, esas son las únicas dos cosas que tendrías que buscar en un hombre y ya las tiene.

Laila rio.

—Mamá, él es Agustín. No es mi novio, solo cogemos como conejos.

Y esa es la frase correcta para poner colorado a un hombre ortodoxo negro (o de cualquier otro color). Apenado hasta la infamia, Agustín intentó arreglar lo que su novia acababa de decir, pero su madre no le dio la misma importancia.

—¿Este es el machista que me contaste la semana pasada, no? Seguro que coge bien.

—Te lo conté hace más de una semana, y no creo que eso sea importante.

—¡Es importante! Me separé de tu padre porque cogía como con miedo a romperme, cuando eso era precisamente lo único que tenía que hacer: partirme a la mitad.

Agustín no entendía por qué su novia se reía de esos comentarios, e incluso pensó seriamente en imitarla y carcajearse él también, pero la risa se le helaba en los labios. Sus padres seguían juntos, jamás se imaginaría que dos personas se dejaran de querer por algo tan banal. La rubia, al percibir que algo andaba mal con su pareja, lo besó tiernamente y dijo sin preocupaciones.

—No le hagas caso, solo trata de romper el hielo. Mamá es una artesana muy seria en su trabajo, y por eso le gusta relajarse cuando está en casa.

—¡Ni tan seria! Pero sí, estoy jugando con vos, niño. Me alegra que esta al fin muestre un novio en casa. Pasen, seguro tengo algo para invitarlos a tomar.

Le costó no avanzar con cierto cuidado ya que su recibimiento había desbaratado todas sus certezas y especulaciones, pero si esa era la condición para estar con Laila de un modo cada vez más comprometido, no deseaba algo diferente.

Entre amores e ideologíasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora