Capítulo 1 - El mal perdedor

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Ordo relamió el cuenco de cerveza, agria y algo aguada. Sorbió decenas de diminutas migajas de pan que habían quedado en el poso, era una buena manera de ablandar el duro y único mendrugo de pan que comería ese día. Aquel sabor era, dolorosamente, un pequeño tesoro.

El hambre, su siempre fiel compañera de campaña.

Siempre tan intensa, ya no recordaba cómo se vivía sin ella. Lo peor de todo era que, pese a aquella alimentación tan básica, los béntavos debían superar su apetito y combatir.

Era desgarrador tras cualquier escaramuza, advertir lo bien alimentado que estaba el enemigo, aquello mostraba, una vez más, la superioridad del pueblo béntavo, o, en todo caso, su instinto de supervivencia.

Nadie recordaba cómo comenzó aquella pugna, muchos ni siquera se atrevían a preguntárselo.

Si algo había de cierto es que en su día hubo una disputa, un alarde de vanidad, algún líder no quiso ceder en su orgullo, y el débil pueblo béntavo se vio arrastrado a un eterno pulso contra el destino, una guerra sin final, contra una nación soberbia, una contienda en la que llevaban confinados dos generaciones.

Ordo contaba ya tres batallas mayores y había perdido la cuenta de las modestas escaramuzas. Y con sus treinta y ocho veranos, había perdido a muchos amigos, dos mujeres y un hijo a lo largo de toda una vida de hambre, miseria y combates.

Barro, sangre y mierda. Eso era la guerra. Eso era lo que habían vivido los béntavos durante treinta años.

En otros tiempos había discursos motivadores, palabras para suscitar el valor de los hombres. Desde hacía años ya ni siquiera eso. Órdenes serias y precisas. Así, aquel día, la batalla que se avecinaba no sería muy diferente a las demás. Sería otra prórroga para ver nacer el invierno. El dulce invierno. Durante el invierno había más hambre que nunca, pero detenía los enfrentamientos. Eran los cuatro meses de paz, en los que se podía dormir, hacer el amor, y criar a los hijos. El resto del año era barro, sangre y mierda... y huir. Huir de la ventaja del enemigo, huir de las poderosas huestes torcodas, inagotables. Daba igual cuántos pueblos arrasasen, no importaba cuántas mujeres les robasen, les traía sin cuidado los cultivos que asolasen; a la primavera siguiente ya se habían repuesto y sus huestes resurgían prestas a la ofensiva, con el único y firme propósito de borrar al pueblo béntavo de la faz de la tierra.

La dura rutina del guerrero. Su proceder de cada verano, huir para alcanzar otro invierno.

Muy extraño era el buen humor antes de una batalla, todos sabían lo que les esperaba. Muchos se ilusionaban con la idea de alcanzar a las despensas torcodas antes que los encargados del racionamiento, sabiendo que se enfrentarían a un castigo ejemplar.

A base de guerrear, los dirigentes béntavos habían aprendido a combatir en inferioridad de condiciones, y la verdad, es que daba resultado, pues dos generaciones de guerra en inferioridad eran treinta años sobreviviendo, malviviendo, extremando la prudencia, y retirándose ante el más mínimo riesgo.

Las suaves colinas ondeaban en los alrededores. Cada víspera de batalla había consignas sobre las hogueras. En aquella ocasión, como querían aparentar ser menos de los que verdaderamente eran, había tocado a un fuego cada 25 personas, lo que había creado una concertación de personas poco usual en los amplios campamentos béntavos.

Todos se miraban de mala gana, en la oscuridad de la más pronta madrugada, sabiendo que algunos de sus compañeros no estarían esa misma tarde entre ellos. Rezando a la Madre Tierra y a todos sus ancestros para que se llevara a otro, para que, en caso de perecer, fuese una muerte limpia y rápida.

En ese momento se acercó uno de los capitanes, algo que intrigó a los guerreros. El Caudillo jamás revelaba su estrategia hasta el último momento, así sorteaba el riesgo de filtraciones.

El Imperio de las Nueve NacionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora