Rupio esperaba pacientemente. Se avecinaba una dura reunión. El Imperio no era el de antes, los diferentes soberanos y líderes de las Nueve Naciones habían conseguido poco a poco, minar el poder de Curia, consiguiendo cesiones y libertades que no hacían otra cosa que desestabilizar el equilibrio de poder de la Península.
Observó el puesto del Caudillo béntavo, vacío desde hacía treinta años. El Imperio había apoyado una guerra de destrucción contra los béntavos, uno de los mayores errores de Montano, el emperador. En aquella esquina de la Mesa Nonagenal no había ni butaca. Buscó a un copero y le pidió que colocase un butacón para el nuevo Caudillo béntavo, que asistiría a la Asamblea de los Nueve por primera vez desde hacía tres décadas, tras la firma de la paz que él mismo había conseguido forjar, reparando un error que se arrastraba prácticamente desde que tenía uso de razón.
Repasó la lista de los asuntos a tratar, no iba a ser nada fácil. Azufre. Ése era el gran asunto de ese día.
Como siempre, la Gran Sacerdotisa de los Bosques Frondosos fue la primera en aparecer, más de media hora antes de la reunión. Solía hacerlo para hablar con el emperador en privado, solo que, en aquella ocasión, Rupio se sentaba en la butaca del emperador.
—Veo que el cierre de la temporada de caza no ha hecho que Montano venga ante nosotros —enunció la mujer, con un tono sarcástico.
Rupio la miró con admiración, ellos, los abetios, la más remota y apartada de las Nueve Naciones eran también los más misteriosos. Todavía guardaban antiguos vínculos con el más allá. Podían prever las cosas, a veces triviales y a veces de suma importancia.
Era una bella mujer, no llegaba a los cuarenta años, llena de vida. ¿Acaso no elegían los abetios a sus propios líderes por su energía? Aquella mujer era digna de su puesto. Envuelta en su toga y con una corona de romero, labios mojados y jugosos, y con ese toque azulado en los párpados. De un castaño rizando y pecas en la nariz.
—Su majestad estaba indispuesto.
Con una leve sonrisa, se acercó a su butaca, se sentó, y repuso:
—Ya lo sabía —con toda naturalidad.
Nunca sabías si realmente lo sabían, o si era más leyenda que realidad. Rupio poco creía en la magia y en supersticiones, pero debía admitir que aquellos abetios le daban algo de miedo. Podrían tener o no sus contactos en el más allá, ¿quién sabía? Pero lo que sí era seguro era que intimidaban. La misteriosa religiosa continuó:
—He venido antes por un motivo, hablar contigo a solas.
—Adelante, entonces.
—La Península corre un grave peligro, Rupio.
—Siempre hay peligros, sobre todo cuando se trata con vosotros, los abetios.
—General, se lo digo en serio. Existe una amenaza real. Y ambos sabemos que tiene que ver con el azufre.
Rupio abrió los ojos y suspiró de rabia, el maldito azufre. El comercio con Oriente se detendría si no satisfacían sus pedidos, y no llegarían más mercancías con las que mantenerse hegemónico. Debían haber sometido al resto de naciones cuando tuvieron la oportunidad. Debieron haberlas borrado del mapa. Pero las necesitaban para explotar los recursos de la península, el Imperio, en aquellos momentos solo controlaba directamente el veintipoco porciento de la población de la península y un quince por ciento del territorio. El resto de la península se controlaba con gobernadores, y pequeñas guarniciones con un temible gran número de mercenarios. Si no satisfacían los pedidos de Oriente de azufre... la Península, tal como se conocía, desaparecería, y el Imperio se convertiría en una más de las Nueve Naciones. Quizás había que irse preparando ya para eso, y no malgastar tantos esfuerzos en entregas mediocres de azufre.
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El Imperio de las Nueve Naciones
FantasyUn misterioso monopolio del Azufre ha mantenido al Imperio como la más poderosa de las Nueve Naciones de la Península. Sin embargo, con los yacimientos agotándose, el equilibrio se desmorona. Un emperador desentendido de sus obligaciones imperiales...