Capítulo 4 - El precio de la paz

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Las noticias de la derrota de Witer habían llegado difusas y confusas a su capital, rumores de los campesinos de las zonas próximas a la batalla, relatos de soldados que habían conseguido retirarse. Cada uno tenía su versión. ¿Cuál habría llegado a la corte?

Ordo se preguntaba si saldría con vida de aquella misión. Montados a lomos de los mejores caballos de los que disponía el paupérrimo ejército béntavo, nueve caballeros encabezados por Ordo llegaban a la capital torcoda, con un mensaje de su Caudillo para la corte.

Ordo sujetaba una enorme bandera blanca para que fuese visible desde bien lejos, no fuese el caso de que los torcodos creyesen a la patrulla una avanzadilla de un ejército numeroso.

Al verles a lo lejos, comenzaron a moverse. Cerraron las puertas Ordo intuyó agitado movimiento en las almenas. Las murallas de Salmante, la capital torcoda, centro de las Vastas Llanuras, se alzaban imponentes ante los jinetes béntavos.

Llegar hasta las murallas de Salmante, conseguir llegar hasta allí con una bandera blanca. Tener al rey Witer bajo asedio, y poder negociar sin él con su corte. Ése era, sin duda alguna, el momento de la guerra más ventajoso para los béntavos. Y había que aprovecharlo.

El grupo llegó ante las puertas.

—¿Qué queréis?

Ordo se aclaró la garganta y gritó ante los numerosos arqueros de las almenas y curiosos que se asomaban por la muralla.

—Venimos en nombre del Caudillo béntavo. Venimos en son de paz, para negociar una paz. Como vosotros, estamos hartos de esta guerra sin final. Tan solo pido poder verme con el heredero del rey, su primogénito, para negociar la ansiada paz.

—¿Dónde está nuestro rey? —preguntó uno de los arqueros desde lo alto de una torre.

—Vivo, ¡de momento! —respondió gritando uno de los caballeros de Ordo.

—¡Calla, imbécil! — espetó Ordo, intentando que solo sus hombres le oyesen—¿No ves que debemos parecer tranquilos y dispuestos a hablar? —Tras esa reprimenda, Ordo se dirigió a las almenas gritando— Estamos aquí para encontrar un punto de acuerdo. Vuestro rey, Witer, está bien de salud, y, como nosotros, espera que las negociaciones de paz acaben pronto, para reunirse con su pueblo de nuevo.

Algo recelosos, el responsable de los guardias salió a hablar con el heredero.

La comitiva béntava esperó pacientemente durante más de una hora. Finalmente, les dejaron pasar. Ninguno de los caballeros béntavos habían jamás visto una ciudad semejante. Las zonas donde habían quedado reducidos los béntavos durante la guerra eran lugares montañosos y boscosos, el lugar ideal para resistir. Jamás habían podido imaginar mercados con tanta variedad, pavimento, altos edificios, e incluso burdeles. Los caballeros béntavos miraban con recelo las viandas, los vinos y las prostitutas que se exhibían ante sus locales.

Avanzaron ante la extraña mirada de los lugareños, que les miraban con miedo y respeto, hasta llegar a la ciudadela, en el rincón oeste de la ciudad. Allí desmontaron y les hicieron pasar.

—El príncipe Atanach le está esperando— les dijo un mayordomo.

Tan solo permitieron entrar a la sala de audiencias a Ordo, el resto de la comitiva se quedó en un patio exterior, a la espera de noticias. Un lacayo se adelantó para presentarle ante la corte:

—Ordo, emisario del Caudillo Béntavo.

Ordo había estado en aquella sala cuando era niño. Su padre le llevó a Salmante a los nueve años, poco antes de la guerra. La ciudad prácticamente no había cambiado, pero tres décadas años viviendo en bosques y cabañas le hacían verlo ahora todo con otros ojos. Sin embargo, ahí estaban, lo más lejos que habían llegado, la misma corte de Salmante. Había dos hileras de columnas que llevaban hasta el trono, una sencilla silla plegable con estructura de madera, muy parecida a la que usaban los emperadores. Atanach, el hijo del rey torcodo era un hombre de estatura media, delgado, con su barba castaña, bien recortada, vestido al estilo imperial, sin pieles ni cueros, con telas de colores y un medallón de oro, con un ojo redondo, en representación del Dios Único. Sus ojos, de un verde intenso, muy nerviosos, se movían con rapidez, escudriñando al béntavo. El príncipe contrastaba con el recién llegado, que a pesar de vestirse con sus mejores galas, se ataviaba como un guerrero, con la cota de malla, una capa de cuero y un yelmo algo oxidado. Decenas de ojos le observaban y murmuraban.

El Imperio de las Nueve NacionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora