Capítulo 13 - Esclavos del azufre

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La preocupación agobiaba a todos los rebeldes de la mina. Se había colocado un líder, que trataba de llevar a cabo la tareas de suministro y de abastecimiento de la población. Utilizando la mitad de la fortuna privada de Habes, cuya viuda había donado antes de huir con unos pocos fieles, y utilizando las reservas que había en el establecimiento minero, había conseguido reintroducir el orden entre esclavos y obreros.

Lo primero que se había hecho, había sido enterrar al difunto según las costumbres. Una gran pira funeraria se erigió en el centro de la plaza central, y allí todos presenciaron el paso de su amo al más allá. Aquello fue seguido de tres días de luto.

Pero una vez libres de las exigencias funerarias, tuvieron que ponerse todos manos a la obra para reorganizar la producción, y prepararse para posibles represalias. Un consejo de los veteranos y más allegados al antiguo Patrón crearon una especie de gobierno. La primera idea fue emplear a todos en las minas para congraciarse con el Imperio cuando viniera a por ellos, si les ofrecían un buen montón de azufre puede que les perdonaran. Pero la idea se desestimó, no había azufre. Por mucho que se llenasen los túneles de mineros, no extraerían más mineral. Es así como, siguiendo con la tendencia del difunto Habes, reinstauraron los talleres de alfarería y cuero. Crear una nueva industria de otros productos era la apuesta del antiguo Patrón ante la escasez de azufre, así pues había sobradas existencias de cuero en bruto e incluso un pozo de arcilla junto a un río cercano.

El padre de Eriane formaba parte de la nueva administración. La verdad era que la vida en el enclave no había cambiado en la práctica. Todos continuaban viviendo en el mismo sitio y se continuaba con las mismas labores. El gran cambio era la falta de alegría y motivación. Todos caminaban cabizbajos, rumiando cómo se vengaría el Imperio o el Gran Duque de aquella revuelta.

La adolescente había aprovechado el caos para leer. El palacete guardaba las posesiones de Habes que su viuda había donado, y la pequeña tenía acceso al palacete, conocía a los guardias y algunas que otra entrada escondida. Así, en cuanto disponía de un momento, se introducía y se deleitaba aprendiendo lo que antes tenía vetado. Eludía su responsabilidad como cocinera, pues convenció a dos cocinas que la necesitaban más en la otra.

Todo sucedió demasiado rápido.

Una agitación en el exterior la distrajo de su lectura, cada vez más fluida. Miró por el balcón y descubrió una gran algarabía. Todo el mundo corría. Salió entonces a buscar a su padre, muy asustada.

—¿Qué pasa? —preguntó a un hombre armado que corría por la plaza. Pero no le respondió, ni siquiera la miró.

Una señora que corría con un bebé se dirigió a ella al verla confusa:

—Un ejército está rodeando la mina. Nadie sabe qué quieren ni de dónde vienen. A las mujeres y los niños nos mandan al granero principal. Ven con nosotros.

Eriane no lo dudó, corrió con ellos hasta el granero. Allí dentro había cientos de personas apretujadas, muchos rezando y llorando. Nadie informaba de nada.



—La mayoría de esas personas son trabajadores cualificados que podremos vender si sobreviven —decía Rupio a sus oficiales en quien confiaba ciegamente y a los líderes torcodos y béntavos, de los que apenas se fiaba—. Evitaremos muertes en la medida de lo posible, ¿entendido?

Todos asintieron, comprendiendo las órdenes. No había ningún radiantés presente, todos eran de naciones diferentes a los rebelados. Así era más fácil la lucha, sobre todo si era contra civiles, o ciudadanos armados.

Poco más de medio año había durado la rebelión en la mina de Onuba. Sin negociaciones, sin advertencias, un ejército de miles de tordocos, béntavos e imperiales rodeaban el enclave minero con toda la intención de someterlo. 

El Imperio de las Nueve NacionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora