-Majestad, se avista la vela amarilla.
Montano ya sabía qué significaba eso. Su peor pesadilla, como si de una gran deuda se tratara, debía hacer frente a sus entregas. La Nao de Oriente llegaba puntual. Comenzaba a otearse a medio día para llegar al anochecer, y que la carga y descarga se hiciese por la noche, con el máximo sigilo.
El emperador estaba solo, Rupio se había ido a sofocar la revuelta de Onuba, y aún no había vuelto. Desde hacía varios años era él quien negociaba con los orientales. Ahora le tocaba a él. Enfrentarse a su peor pesadilla.
-Prepáralo todo -enunció con angustia.
El fin de semana anterior había revisado la documentación de los almacenes, la primera vez en varios años. Se había sentido, por primera vez, impotente. Él, el hombre más poderoso de las nueve naciones... ¿qué hacer ante la amenaza oriental? Se convertía en un ratón asustado.
Apartó de mala gana a una soberbia pelirroja que había tratado, en vano, de relajarle durante las últimas horas. Hacía semanas que no disfrutaba, desde que Rupio se fue. Le había dejado a varios de sus empleados de la oficina para que forzasen al soberano a moverse y tomar decisiones, gente trabajadora y leal a Rupio. Montano los había odiado. Cada firma que le pedían era una muestra de la pereza e inactividad del emperador.
Se dirigió pesadamente a su habitación, lugar donde solo iba a cambiarse, a su vestidor, pues siempre dormía en lugares más cómodos y mejor acompañado. Tardó en llegar, se notaba su sobrepeso, sobre todo para largas distancias. Ya no estaba acostumbrado a moverse tanto.
Se sorprendió cuando oyó voces al acercarse a su habitación, ¿quién sería?
-Entonces, ¿no sabes nada de él? -preguntaba una voz femenina.
-Lo siento mucho, mi señora-continuó una voz grave-, hace meses que abandonó su cátedra en la Casa del Saber.
-Una verdadera lástima, tenía asuntos que comentarle. Siempre me ha parecido una persona muy interesante.
-Lamento decir que es demasiado solitario y arrogante para mi gusto, nos mira siempre a todos por encima del hombro.
El emperador Montano lanzó un suspiro. Lo que le faltaba. Se trataba de su mujer, la emperatriz. Hacía al menos dos semanas que no se veían, ni falta que hacía. Ahora tendría que cruzarse con ella.
Sopesó la posibilidad de irse con lo puesto a recibir a los orientales, y no cambiarse, pero estaba bastante sucio, y quería asearse. Y para eso debía acceder a sus dependencias. Al menos, podría darle un susto a su esposa.
Lo más rápido que pudo, abrió la puerta y entró. Siempre había querido pillar a su esposa in fraganti, con algún dignatario en su cama, eso habría hecho que se sintiese mucho mejor. Pero no, era uno de aquellos sueños demasiado buenos para ser verdad. Su mujer, la Emperatriz Aura, estaba sentada en una mesa junto con dos hombres mayores, eruditos, de caras familiares, que se levantaron estrepitosamente al ver llegar a su Emperador.
-Su majestad - le dijo la emperatriz, como hacía siempre, con un doloroso toque sarcástico.
El emperador lanzó un gruñido de desaprobación.
Ambos dignatarios saludaron respetuosamente a su soberano.
-Te veo acalorado, no deberías hacer tantos esfuerzos a tu edad.
Montano odiaba a su esposa, era la única que podía tratarle así, y mostrarse tan tajante. Podría habérsela quitado de en medio, pero temía las consecuencias políticas de hacerlo, estaba muy bien relacionada y la corte la adoraba, en especial los intelectuales y pensadores.
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El Imperio de las Nueve Naciones
FantastikUn misterioso monopolio del Azufre ha mantenido al Imperio como la más poderosa de las Nueve Naciones de la Península. Sin embargo, con los yacimientos agotándose, el equilibrio se desmorona. Un emperador desentendido de sus obligaciones imperiales...