Rubén
Hoy no ha sido un día fácil. Entre clases, tutorías, corregir exámenes y demás, no he tenido tiempo ni de ojear una sola página de alguno de los cientos de libros que tengo apilados al lado del sofá.
Llego a casa reventado y nada más entrar en la pequeña madriguera a la que llamo hogar, pienso como pasa un día más en el que me prometo que mañana haré limpieza. Lo peor de todo es que yo antes solía ser ordenado, pero supongo que a lo malo es fácil acostumbrarse.
Voy hacia la nevera, desabrochándome un botón de la camisa en cada paso que doy, esperando encontrar algo que llevarme a la boca. Sorpresa, hoy tampoco había podido ir a comprar y ningún alimento había aparecido allí por arte de magia.
Con la camisa totalmente desabrochada ya, cojo una lata de atún y una cerveza que me servirán como cena improvisada. Enciendo el televisor un par de minutos, hasta que me canso de ver las mismas noticias de siempre sobre política y fútbol y decido apagarla.
Después de terminar mi gran manjar dejo el tenedor en el lavaplatos y voy hacia la ducha, terminando de quitarme la ropa por el camino. Una vez ya estoy dentro, pongo en marcha el agua caliente que empieza a deslizarse por mi pelo desembocando en mi cara pensativa. Otra vez ese momento de tranquilidad en el que me vienen a la cabeza todas y cada una de las imágenes de los fantasmas del pasado, que de tranquilos no tienen nada.
Hace ya doce años que me abrieron las puertas de mi infierno personal, un infierno del que no podría volver a salir. En aquel entonces yo tenía dieciocho años y hacía un año de la muerte de mi padre. El jueves que cogió el coche a las seis de la mañana para ir a trabajar a la fábrica en la que le explotaban parecía normal, pero una persona conduciendo con varias copas de más en su cuerpo, se encargaría de destrozar una familia.
Después de la muerte de mi padre, mi madre no pudo levantar cabeza. Tras varios meses en depresión, por si no hubiera suficiente desgracia en nuestro hogar, le diagnosticaron una enfermedad que la condenó a estar atada de por vida a la cama de un hospital.
Ante todos estos acontecimientos, me vi obligado a buscar trabajo para poder seguir pagándome los estudios y sobre todo, los gastos del hogar. Como no encontraba nada, un antiguo amigo de mi padre llamado Iván, consiguió recomendarme de becario en una importante empresa tecnológica a la que no habría podido acceder en la vida de no ser por sus contactos. El sueldo que me ofrecían como becario, era muy superior a un sueldo común en cualquier otra empresa y eso me hizo ver un poco de luz entre tanta oscuridad.
El primer día de trabajo fui vestido como si fuera a asistir a una comunión, cosa que causó las risas de algunos empleados al ver a un becario de etiqueta. Las oficinas eran enormes, por lo que la secretaria tuvo que hacerme un tour por toda la empresa hasta llegar a la puerta de un despacho.— Aquí es donde trabaja Arturo, de ahora en adelante tu superior y mentor. Es el hermano del fundador de esta empresa y ha querido enseñarte el oficio personalmente, por lo que te recomiendo no desaprovechar esta oportunidad.
Asentí tímidamente con la cabeza y llamé a la puerta con dos golpes secos aparentando una seguridad que no tenía.
— Buenas tardes, me llamo Rubén y soy...
— Un momento — Me hizo un gesto con la mano mientras estaba hablando por teléfono — te atiendo ahora, siéntate mientras.
Me senté mientras observaba todo, empezando por ese tal Arturo. Su piel era muy pálida, tenía un bigote blanco a juego con el color del poco pelo que había en su cabeza y llevaba unas gafas bastante grandes. Su voz era muy ronca con un tono seco, pero no enfadado.

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Lovemark
RomanceDesde pequeña, a Nashwa le han enseñado que los estudios debían ser su única prioridad para continuar algún día con el legado de la gran empresa familiar. ¿Pero y si la distracción estuviera dentro de la misma clase y fuera el responsable de sus est...