http://2_EL VIAJE HACIA LO DESCONOCIDO

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Hange continuaba sin entender el alcance del pánico que atenazaba a Levi en los espacios abiertos.

Y es que quien no padece una enfermedad jamás podrá adentrarse en la sala de torturas en la que vive quien la padece. Pero eso tampoco le servía de consuelo cuando le asaltaba el remordimiento.

Su conciencia tenía la manía de golpear, en cualquier momento del día y sin previo aviso, la puerta de su cabeza para preguntarle: ¿acaso no podrías haber hecho más por él?, ¿cómo dejaste que alguien tan vulnerable fuera en tu ayuda?, ¿por qué no te paraste a pensar en lo que necesitaba Levi, un chico enfermo, antes que en ti misma? Y el taladro continuaba agujereando su conciencia sin que encontrara la forma de detenerlo.

Sin embargo, aquella mañana, apenas hubo entrado en aquel inmenso Airbus A380 con destino a Tokio —tan descomunal que los asombrados pasajeros no habían dejado de fotografiarlo— y se hubo abrochado el cinturón, Hange empezó a sentir cómo se agitaban sus fibras nerviosas y se le aceleraba el corazón.

La perspectiva de pasarse once horas atrapada a miles de pies de altura le despertó un temor tan agudo que se preguntó si no se le avecinaba un ataque de claustrofobia similar a los mareos que sufría Levi cuando se encontraba en los espacios abiertos.

Hange nunca había padecido ningún trastorno mental y por eso comprendió que su ansiedad no surgía del hecho de volar en un armatoste cerrado, sino de la descabellada aventura que se disponía a emprender.

Fuese cual fuese el motivo de su desazón, lo cierto es que le había hecho pensar nuevamente en Levi, obligándola a dar un nuevo paso en esa tarea tan compleja que era penetrar en su mente agorafóbica.

Había que reconocer, no obstante, que todos los elementos de aquel avión conspiraban para que Hange se desprendiera de las malas vibraciones que la asediaban: el interior de la cabina relucía igual que una sala de cine recién inaugurada; no se escuchaba ningún ruido de origen desconocido; el aparato, tras despegar sin sacudida alguna, surcaba los cielos con tal ligereza que se diría una cometa arrastrada por la brisa; el personal de cabina velaba por los pasajeros con amabilidad; la oferta de ocio —películas, videojuegos y canales de televisión y de música— era amplísima; además de mantas y almohadas, cada pasajero contaba con un neceser en el que se incluían desde tapones para los oídos a un antifaz, desde un kit para lavarse los dientes a toallitas refrescantes...

Todo resultaba tan lujoso que, si la tía Liz hubiera estado allí, habría exclamado: «¡Vaya genialidad, mi niña! Parece que estos aviones tan grandes fueron diseñados para la nobleza. Si nos descubren seguramente nos echan en cualquier momento de una patada». Pobre tía Liz, pensó Hange, si supiera lo que estoy haciendo.

—¿Ternera, pasta o menú japonés?

La pregunta sacó a Hange de su ensimismamiento. Una azafata de ojos rasgados, piel de nácar y moñito coqueto, que además lucía un traje ajustadísimo, un pañuelo anudado al cuello y un gorrito en forma de hongo, desplegaba una sonrisa mientras agarraba el carrito de la comida.

Pese a encontrarse ubicada en la parte central del avión, Hange había estado tan sumida en sus propios pensamientos que no la había visto acercarse y, ahora que tenía aquella mirada envolviéndola como un pulpo, no supo qué decir.

—Para mí, pasta. Y una cerveza, por favor —dijo Sam repentinamente.
—Yo, ternera y Coca-Cola —atinó a pedir Hange, y en un abrir y cerrar de ojos tuvo delante una bandejita en la que los alimentos se repartían de un modo tan milimétrico que parecían haber brotado dentro de ella de forma espontánea.
—Parecías hipnotizada —comentó Sam mientras estudiaba el contenido de cada uno de los recipientes.
Hange respondió con un ligero movimiento de cabeza y volvió a refugiarse en sus cosas.

-Levihan- Los hombres que querían apagar la luz del mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora