CAPITULO 8 DESCUBRIENDO

194 10 1
                                    

Hacía un día horrible, y la nieve y el aguanieve azotaban la casa. Ante la imposibilidad de dar un paseo para despejar la cabeza, Cristina decidió ir a examinar la destilería, que parecía no haber sufrido una revisión desde su última visita. La tarea se reveló tan absorbente, que no tuvo ocasión de dedicar ningún pensamiento consciente al problema que había visto al­zarse en su horizonte.

No lo había visto hasta esa mañana, cuando había entrado corriendo en el salón. En ningún momento había previsto la intensidad de su rela­ción con Federico... El que iba a ser el padre de su hijo.

No tuvo ocasión de pensar en cómo había cambiado su visión de Federico y en si aquello significaba que debía cambiar su plan, o en si éste en­trañaba más riesgo.

Esa mañana, se había sentido confusa, lo cual no la sorprendía. Había visto en los ojos de Federico el recuerdo de la noche anterior. Teniendo en cuenta lo que había ocurrido, no era de extrañar. No había esperado en­contrar a Federico parcialmente despierto, y mucho menos en aquel esta­do peculiar entre el sueño y la vigilia.

Por tanto, no era sorprendente que recordara algo, aunque por su ex­presión supo que no recordaba lo suficiente para estar seguro de que no ha­bía sido un sueño.

No corría peligro, pero Federico estaba inquieto. Debía tenerlo presente si quería seguir con su plan esa noche, tendría que asegurarse de poner una hierba para borrar la memoria de Federico y eliminar cualquier rastro de evidencia.

Cristina las dejó entregadas al trabajo y se encaminó de vuelta al sa­lón familiar. El trayecto discurría por un laberinto de pasillos que desem­bocaba en una estrecha galería con vistas al camino lateral.

La galería conducía al ala principal de la casa. Empezó a recorrerla an­tes de levantar la vista y ver la enorme figura que, inmóvil frente a uno de los largos ventanales, contemplaba la mañana invernal. Federico la oyó y se volvió hacia ella. No le bloqueó el paso, pero pareció dar la impresión de que le habría gustado hacerlo.

Altiva, Cristina siguió caminando con decisión, aunque al acercarse a él redujo el paso, súbitamente consciente de un cambio en la atmósfera, una es­pecie de reacción sexual ostensible. Por parte de Federico... y también de ella.

Se detuvo a un metro de distancia, sin atreverse a una mayor proximi­dad por el temor de lo que el repentino y virulento impulso de tocarlo podría llevarla a hacer. Adoptando una expresión amable, levantó la bar­billa y lo miró con aire inquisitivo.

Por su parte, Federico le devolvió la mirada. La atracción entre ellos se hizo más fuerte e intensa.

Cristina, consciente de ello, dio un respingo y sintió que sus pezones se endurecían. Luchó por mantenerse firme, rezando para que Federico no se diera cuenta.

—Me preguntaba —dijo por fin Federico—, si le gustaría dar un paseo. —El tono evidenció que quería estar a solas con ella, en algún lugar privado—. Por el invernadero, dado que no tenemos otra elección.

El hecho de que, aun sabiendo la verdad, considerara realmente la posibilidad, asustó a Cristina.

—Creo que no. —Optó por la prudencia, suavizando la negativa con una sonrisa—. Debo atender a Meg; no se encuentra bien.

—¿Y no puede hacerlo Algaria?

La reacción airada de Federico casi la hizo sonreír. Se le había caído la máscara, mostrando al guerrero que ocultaba.

—No... Meg me prefiere a mí.

Federico apretó los labios.

—Como yo.

Cristina no pudo evitar sonreír con aire burlón.

—Ella está enferma... y usted, no.

—Cuánto sabe. —Hundió las manos en los bolsillos del pantalón, se volvió y echó a andar a su lado cuando Cristina reemprendió la marcha por el ala principal.

Cristina lo miró cautamente y dijo:

—Usted no está enfermo.

—¿Puede decirlo con sólo un vistazo? —preguntó Federico con arrogancia.

—Por lo general, sí. —Sus miradas se cruzaron—. En su caso, el aura es muy fuerte y no hay rastro de enfermedad alguna.

Federico soltó una exclamación de desagrado.

—Cuando haya terminado con Meg, puede venir y examinar mi energía con más detalle.

Cristina se esforzó en mantener los labios apretados, expresando severidad.

—Sólo se siente un poco bajo de moral, lo cual es comprensible. —Llegaron al pie de la escalinata principal. Con un gesto, Cristina señaló el inhóspito panorama que se abría más allá de las ventanas del pasillo.

Federico dirigió la mirada hacia allí y se detuvo delante de las escaleras. Cristina subió el primer escalón y lo miró a la cara.

—Estaría perfectamente bien —dijo Federico, mirándola a los ojos— si tan sólo pudiera...

Sus palabras se apagaron; el deseo los barrió, tangible y caliente como el viento del desierto. La miró fijamente. Cristina se aferró al pasamanos y se esforzó por no responder, dispuesta a mantener la máscara en su sitio mientras la de él se tambaleaba.

Entonces Federico parpadeó, puso ceño y meneó la cabeza.

—No importa.

Más afectada de lo que debía mostrar, Cristina esbozó una débil sonrisa.

—Quizá más tarde.

Federico la miró y asintió con la cabeza.

—Más tarde.

No fue posible, al menos aquel día. Pese a sus mejores intenciones, Cristina se encontró permanentemente solicitada, por Meg, por los niños, incluso por Mary, que por lo general gozaba de una salud de hierro.

El único momento que tuvo para sí fue la media hora que empleó en vestirse para la cena. Apenas tiempo suficiente para valorar las implicacio­nes del inesperado giro que había tomado su sencillo plan. Mientras se po­nía a toda prisa el vestido, se sacudía y cepillaba el pelo y se volvía a hacer las trenzas, reconsideró su posición con rapidez.

Si las cosas hubieran discurrido como había planeado, habría evitado con tenacidad a Federico, sin hacer nada que le diera el más mínimo moti­vo para cambiar de idea. Había planeado guardar las distancias hasta que él rechazara el mandato de Fabien, le viera emprender camino a Londres y ella volviera al valle, llevándose a su hijo.

Ése era su plan.

Sin embargo, un pequeño detalle había salido mal. Y tenía que corre­girlo. Federico recordaba lo suficiente de la noche anterior como para sen­tirse inquieto. Cristina no podía aceptar la idea de que ello se debiera a sus maquinaciones.

Debía hacer algo al respecto.

Lo primero que hizo, antes de bajar la última para cenar, como siem­pre, fue añadir a la funesta licorera de Federico unas cuantas gotas de otra poción que le impidiera recordar más «sueños».

Lo segundo fue no salir huyendo cuando Federico volvió a entrar en el salón después de cenar y se dirigió directamente hacia ella

Algaria, que estaba a su lado, se puso rígida. Cristina le hizo un gesto con la mano de que se fuera y la mujer obedeció a regañadientes. Federico apenas la saludó con la cabeza cuando ocupó su lugar.

—¿Dónde diablos se ha metido?

Cristina abrió los ojos desorbitadamente.

—Calmando a Meg, dándole una medicina a los niños (a los seis) luego preparando una poción para Mary, más tarde examinando a los niños, después ayudando a Meg a levantarse, examinando de nuevo a los niños, luego... —Hizo un gesto con la mano—. Se me fue el día volando, lo siento.

Federico la miró atentamente y dijo:

—Tenía la esperanza de verla después del almuerzo.

Cristina le lanzó una mirada impotente de disculpa.

Federico resopló y fulminó con la mirada al resto de la concurrencia. Había ocupado lo que probablemente podía considerarse como el día más sombrío de su vida en la biblioteca y en la sala de billar, rezando para que su repentina susceptibilidad se desvaneciera.

Y no lo había hecho.

Aun entonces, charlando sin más junto a ella, su mente recordaba al pie de la letra lo que el cuerpo de Cristina había sentido al apretarse contra el suyo. Desnudo... piel contra piel. El pensamiento le subió la temperatura... más de lo que ya estaba. Si el día anterior, con su capacidad para excitarlo, Cristina había sido un problema, después del sueño de la última noche podía considerarla una auténtica crisis.

—Quería hablar con usted.

Aunque Federico no estaba del todo seguro, sí estaba decidido a saber si ella sentía lo mismo, si sentía la descarnada lujuria que había entre ellos. Tras observarla con detenimiento, no había llegado a ninguna conclusión. En ese momento, apenas separados por unos centímetros, ella pensaba con tranquilidad en sus palabras y la miró de soslayo. La expresión de Cristina se mantuvo inalterable.

Por su parte, Federico era incapaz de dejar de pensar en su sueño.

—Tenemos que hablar.

Cristina le lanzó una mirada inquisitiva.

—No está enfermo. No precisa mi consejo profesional.

Quizá tuviera razón y no estuviera físicamente enfermo. En cuanto; al «sueño», estaba seguro de que no había sido real por la sencilla razón que era imposible. Las posibilidades de que Cristina apareciese en su dormitorio de aquella manera, sonriendo y dispuesta a acostarse con él, eran, a su juicio, nulas.

Así pues, nada de todo aquello había ocurrido.

Pero jamás había tenido recuerdos como ése, ni siquiera de aconteci­mientos reales, de mujeres reales... con las que hubiera compartido una cama. Por más que odiara pensarlo, no estaba seguro de que las largas no­ches de su dilatada y triunfal carrera de libertino no estuvieran retornan­do para perseguirlo.

Además, en el fondo tenía la impresión de que había pasado la noche con ella.

Respiró hondo e inquirió.

—¿Sabe mucho de sueños? —Federico la miró—. ¿Sabe interpretarlos?

Federico percibió la duda en los ojos de Cristina.

—A veces —contestó por fin—. Los sueños a menudo significan al­go, pero ese algo no está claro —dijo, y enseguida añadió—: En ocasiones no tiene nada que ver con lo que aparece en el sueño.

Federico la miró exasperado.

—Eso es de gran ayuda.

Cristina parpadeó y observó a Federico.

—Si está preocupado por algún sueño, lo mejor es apartarlo por el momento, porque si se supone que ha de significar algo, entonces ese algo se hará patente, por lo general a los pocos días. O desaparecerá el sueño.

—¿En serio? —Federico asintió con la cabeza a regañadientes. Quizá fuera un buen consejo que valía la pena poner en práctica. Pero antes ne­cesitaba evitar que lo abandonara. Señaló el carrito del té, situado delante de Mary—. Cogeré nuestras tazas.

Cristina inclinó la cabeza con elegancia y le observó atravesar la estancia. Se dijo que necesitaba un abanico. Tenía tanto calor que esta­ba sorprendida de no haber entrado en combustión espontánea allí mis­mo, en el salón de Mary. La asaltaban oleadas de calor que se intensifi­caba cuando Federico la miraba directamente. La única razón de que siguiera allí, recurriendo a su fuerza de voluntad y experiencia para apa­recer impertérrita, era que se había convencido de que ése era el castigo que tenía que pagar por la forma en que su plan había afectado a Federico. Debía hacer frente al antídoto y reportarle todo el alivio que pudiera, pero...

Necesitaba tomar un té.

Federico volvió y le entregó su taza; ella la aceptó y bebió con gratitud.

Él también bebió un sorbo, luego dejó la taza sobre el platillo.

—Hábleme sobre ese papel suyo... el de ser la Señora del valle.

Cristina parpadeó y lo miró.

—¿La Señora del valle? —Como Federico se limitó a esperar, preguntó—: ¿Quiere saber qué hago?

Federico asintió con la cabeza y advirtió que Cristina lo miraba cautela.

—¿Por qué?

—Porque... —Hizo una pausa—. Porque quiero saber lo que voy a rechazar. —Si Cristina pensaba que estaba considerando aceptar el plan de Fabien, no le diría nada. Remató las palabras con una de sus sonrisas provocativas.

—No tiene necesidad de saber.

—¿Qué hay de malo? —La miró de soslayo. El aire altivo de Cristina incomodó a Federico—. Es la curandera local, pero eso no puede ser el compendio de todas sus obligaciones, al menos si también es la dueña del valle.

—Por supuesto que no.

—Supongo que lleva el control de las rentas y las ventas de los productos, pero ¿qué pasa con el resto de los asuntos? El ganado, por ejemplo ¿Supervisa usted misma la reproducción o le ayuda alguien más?

Entre molesta y resignada, Cristina respondió:

—Hay más gente, por supuesto. La mayor parte de los asuntos agrícolas lo lleva uno de mis empleados, pero la lechería va aparte.

—¿Elabora su propio queso? —A fuerza de una sucesión de cuidosas preguntas, logró sonsacarla y hacerse una razonable composición de lugar sobre las propiedades de Cristina y cómo las administraba. Y tal como esperaba, había lagunas en su administración: asuntos de importancia que delegaba en gente que no estaba realmente cualificada. A pesar o quizás a causa de sus creencias, confiaba con demasiada facilidad.

Ya había tenido ocasión de comprobarlo.

Cristina contestó a sus preguntas porque no pudo encontrar ninguna razón para no hacerlo. Federico la sorprendió con su perspicacia y experiencia. Al final, le preguntó:

—¿Cómo sabe preguntar todo esto? —Lo miró fijamente, agradecida porque el calor entre ambos hubiera disminuido—. ¿Administra grandes propiedades en su tiempo libre?

La miró algo desconcertado.

---¿Tiempo libre?

---Suponía que sus conquistas londinenses le ocupaban la mayor par­te del tiempo.

---Por supuesto. —La seca respuesta de Cristina lo divirtió—. Olvi­da... que soy un San Román.

—¿Y bien?

Federico sonrió con orgullo y murmuró:

—Ha olvidado la divisa familiar.

Cristina sintió que la tensión aumentaba. Miró a Federico a los ojos y preguntó:

—¿Y cuál es su lema?

—«Tener... y conservar.»

Las palabras flotaron entre ambos cargadas de significados. Sostenién­dole la mirada, Cristina rezó para que él no viera a través de su máscara con tanta facilidad como ella podía ver a través de la suya. No necesitaba que le dijera que aquellas palabras no eran sólo una divisa, sino una raison d'etre. Para los demás quizá, pero sobre todo para él.

Para el bastardo... el guerrero sin causa.

Sin poder apenas respirar, Cristina le entregó la taza vacía.

—Si me disculpa, he de ir a ver cómo está Meg.

La dejó marchar sin decir nada, lo cual fue un alivio. Cuánto tiem­po podría haber resistido la tentación de alargar la mano hacia él, de dejar que la tuviera como su causa, era algo que Cristina se negó a con­siderar.



Sin embargo, esa misma noche, al morir la última campanada de las doce, Cristina se hallaba una vez más delante de la puerta de Federico, pre­guntándose el motivo exacto de su presencia allí.

Ante todo, se trataba de las órdenes de la Señora, órdenes que no po­día desafiar. Además, debía pasar un mínimo de tres noches con él; eso era lo que ella aconsejaría a cualquier otra mujer en su situación.

Por último, y no por ello menos importante, tenía que admitir el he­cho de que lo deseaba. Quería estar entre sus brazos de nuevo, no quería perder ni un instante del escaso tiempo que el destino les había concedi­do. Deseaba abrazar una vez más al vulnerable guerrero, entregarse a él por completo para llenarle el vacío que tenía en el alma. No podían casarse, pero eso no significaba que él —y ella— no desearan gozar de su compañía... Aunque sólo fuera en los sueños de Federico.

Respiró hondo y alargó la mano hacia el picaporte.



Tumbado en la cama, de espaldas y con los ojos muy abiertos, Federico observaba con aire taciturno la licorera. Se había acostado sin tomar la co­pa habitual. Se le había ocurrido que quizás el whisky era el responsable de aquellos sueños.

Por tanto, lo evitaría. No podría soportar otro día como aquél, con el cuerpo reaccionando como si algo que no había ocurrido lo hubiera he­cho. Se volvería loco. Había quien sostenía que los escoceses estaban locos de atar, y Seamus era un buen ejemplo. Sí, tal vez tuviera la culpa el whisky.

La suave corriente de aire al abrirse la puerta le hizo volver la cabeza. La puerta se abrió y Cristina entró. Cerró la puerta sin hacer ruido y es­cudriñó la habitación... y lo vio. El fuego se había consumido, pero Federico aún pudo distinguir la leve y peculiar sonrisa de Cristina.



Sintió que el cuerpo le temblaba cuando, todavía con la sonrisa en los labios, Cristina se dirigió a la cama quitándose la bata (la misma que él tan bien recordaba) a medida que se acercaba. Con la cabeza ladeada, ob­servó a Federico... sin dejar de sonreír dulcemente.

Inmóvil, Federico la miró con los ojos entrecerrados y se percató de que ella le contemplaba el rostro. La luz del fuego apenas iluminaba el cabezal de la cama. Tal vez su bruja descubriera que tenía los ojos abiertos, pero estaba seguro de que no sería capaz de leer lo que había en ellos. De ha­berlo hecho, habría salido huyendo.

Por el contrario, la sonrisa de Cristina se ensanchó. Tendió la mano para coger la colcha y dudó. Entonces se encogió de hombros, se irguió y... lentamente se desabrochó el corpiño del camisón, cogió la falda y se la sa­có por la cabeza.

Federico respiró como si fuera un suplicio. De haber podido moverse, se habría pellizcado. Pero sabía que no estaba dormido.

Ahora sabía que no era un sueño, que aquello era real.



Victoria Y cesar en el hotel.

Ella se despertó lentamente. Sus sentidos volvieron poco a poco, su dispersa inteligencia se unificó a trompicones. Lo primero de lo que se dio cuenta fue que tenía lágrimas en los ojos. No eran lágrimas de pena, sino de alegría, una alegría demasiado profunda, demasiado intensa para encontrar expresión en una palabra o pensamiento.

De modo que eso era lo que pasaba entre un hombre y una mujer. Pensarlo le trajo una oleada de vertiginoso placer, seguida inmediatamente por un torbellino de gratitud hacia él, que tan bien se lo había demostrado.

Las comisuras de sus labios se levantaron. Había oído que él era un experto en la materia; ahora podía atestiguarlo. Había sido amable y tierno, al menos cuando advirtió que era una novata, pero después... no creía que se hubiese contenido.

Estaba contenta; contenta por la experiencia y porque había sucedido. Especialmente contenta de que le hubiese ocurrido con él. Eso último la hizo fruncir el ceño.

Aun cuando estaba oscuro por completo, de modo que él había sido apenas un fantasma que la besaba y acariciaba, ella siempre supo que era él.

Él. Sus sentidos se concentraron en el pesado cuerpo que yacía a su lado, en el peso que había sentido, que la había colmado, que la había llenado...

Darse cuenta de ello la hizo despertarse por completo, sobresaltada.

Su primer pensamiento fue que ésa no era ella, o la que hasta entonces había conocido. Tenía un hombre desnudo en los brazos y se habían unido; había cambiado físicamente para siempre. Y emocionalmente; no podía olvidar el modo en que se había estremecido debajo de él, desvergonzada y anhelante. De manera indiscutible, estaba alterada: ya no podría volver a ser la que había sido.

Esperó que comenzaran las recriminaciones, las profecías nefastas, las invectivas histéricas. Nada ocurrió. En lugar de ello, se quedó en paz, llena de una oleada cálida que nunca antes había conocido, que ni siquiera había imaginado que existía. Y no pudo lamentarse.

No había sido culpa de nadie; no se había imaginado que podía ocurrir contra una pared, con ellos de pie. Sus pies habían estado firmes sobre el piso. Su cabeza, claro, había estado completamente en las nubes, su razón barrida por una marea de deseo puro.

El pensamiento la devolvió a la experiencia: la excitación creciente, la emoción fulgurante, la alegría pura, auténtica. Ésa, allí, con él, sería la única oportunidad que tendría de experimentar aquello: la verdadera magnificencia de ser una mujer, una mujer unida a un hombre. A nadie había herido; no había nadie en su vida de quien preocuparse. Nadie que pudiera saberlo. Había sido condenada por las circunstancias a morir solterona o a casarse con un hombre que no pudiera dominarla; ¿qué daño podía haber en ese único atisbo de gloria? Le duraría por el resto de su vida.

A pesar de que ya había estado dentro de ella antes de que advirtiera sus intenciones, ella sabía lo que hacía cuando le dijo que no se detuviera. Tenía mucha experiencia tomando decisiones; sabía cómo se sentía cuando decidía lo correcto. Y sentía que había hecho bien.

Del mismo modo, nunca miraba atrás. Sin importarle qué complicaciones pudieran surgir, disfrutaba lo que había experimentado y lo deseaba. Tuvo que reprimir la risa. Sofocándola con energía, intentó cambiar de posición, para descubrir que era imposible. Una vez más el movimiento la llevó a que sus sentidos se concentraran en el cuerpo masculino macizo que la comprimía en la cama. Era pesado, sin embargo curiosamente, más bien le gustaba la sensación de esas piernas robustas que la mantenían aplastada contra el colchón. No estaba incómoda; en verdad, y por extraño que pareciera, todo lo contrario. Sus piernas ya no rodeaban la cintura del hombre, pero seguían enredadas con las de él. Uno de sus brazos reposaba encima del hombro de él; su otra mano estaba contra su costado.

Él. No podía creerlo; su mente seguía asustándose con el solo pensamiento, con permitir que se formara la imagen de César . En la oscuridad, había sido sencillamente un magnífico macho, en el que confiaba tanto que, sencillamente, no se le había ocurrido pensar que habría podido lastimarla. Se había entregado toda a él y él la había tomado, levantado en brazos e introducido en placeres que apenas podía comprender aún. Sí, sabía quién era él. ¿Lo sabía de veras?

Frunciendo el ceño, deslizó la mano que tenía junto al cuerpo de él y, muy suavemente, le tocó el hombro. Como su respiración continuaba siendo profunda y regular, dejó vagar los dedos, recorriendo el hueso, la lisa banda de sus músculos. Con los dedos abiertos, exploró el costado de su pecho; luego, la espalda, sintiendo el poder en los duros músculos debajo de la piel suave.

Sintió que su propia piel cobraba vida. La súbita ráfaga de sensaciones hizo que su respiración se agitara; era tan cálido, tan hombre, tan vibrantemente real. Surgió en ella una marea de sensaciones embriagadoras. La ola se levantó y rompió, y la meció, la arrancó de sus amarras y la arrojó a una turbulenta marejada. Contuvo el aliento, temblando, inútilmente a la deriva en un mar emocional fustigado por una repentina confusión.

¿César? No. Lord César .

La realidad la golpeó hasta los huesos. Él le resultaba familiar de muchos modos, aunque, en verdad, era un hombre a quien sólo recientemente había conocido. Podía sentir sus manos sobre ella, todavía sujetándola, aun dormido. Esas manos fuertes y hábiles la habían amado, acariciado, le habían traído una indecible alegría y placer. Su tacto quemaba en su memoria, así como el dolor vacío que se había apoderado de ella, el dolor que sólo él le evocaba y que sólo él podía calmar.

Cambiando la cabeza de posición, miró detenidamente su rostro, pero la oscuridad la derrotó. Lo único que conocía era su peso cálido, el tacto de sus manos y la corriente de sensación que surgía y se derramaba en ella, desde ella, dejándola interiormente sacudida.

Tardó un minuto en recuperar el aliento, tranquilizarse, volver a ubicarse en la realidad y hacer que la fantasía —y ese alborozo que tan vulnerable la había dejado— se esfumara.

Él se horrorizaría, si supiera, si advirtiera que era ella. Entonces, ¿por qué su instinto le gritaba que estaba bien, muy bien, cuando su razón decía que estaba del todo mal? Mientras contemplaba la oscuridad, la confusión reinante en su cerebro, se sintió conmocionada.

Entonces, él cambió de posición; ella se dio cuenta de que estaba volteándose hacia ella, luego la presión sobre su pecho cedió. Su calor aún permanecía cerca, la parte inferior de su cuerpo todavía estaba pesadamente apretada contra la cama. Tardó un instante en darse cuenta de que estaba descansando el peso sobre los codos. Recordó su velo. Impulsada por un pánico repentino, empezó a buscar... pero enseguida se dio cuenta de que él estaba tan ciego como ella. La oscuridad era tan intensa que, aun cuando sabía que el rostro de él estaba a apenas centímetros del suyo, no podía verlo.

—Ha sido una buena cabalgada, condesa.

Las palabras descendieron perezosas y graves; su aliento llegó hasta las mejillas de ella. Siguieron sus labios, que buscaron y encontraron los de la muchacha para unirse en un beso largo, lento y esmeradamente perfecto. Cuando llegó a su fin y liberó los labios de ella, pudo notar que los suyos describían una curva.

—¿Cómo te sientes?

Lánguida. Todavía llena de él.

—Viva.

El cuerpo cálido y vibrante que se arqueaba debajo de él capturó la atención de César de manera más completa y convincente que el de cualquier otra mujer antes. Que cualquier otra cosa antes en su vida.

Nada hasta entonces había sido tan imperioso. Nunca antes había experimentado tal total y terrible entrega al momento, al culto al placer compartido. Ahí había algo más, algo más profundo, más poderoso, más fascinante. El connoisseur estaba embelesado; el hombre, cautivado.

Toda nueva caricia, todo vergonzoso placer en que le insistía, los aceptaba —entusiasta, agradecida— y, en respuesta, lo embelesaba con su cuerpo, sin escatimarle una invitación sin reservas y desenfrenada a que la tomara, la despojara y la gozara.

Buscar, dilucidar, descubrir... conocer. De manera completa y absoluta, sin barreras ni astucias. No había parte de sí que ella le escondiera, no había parte que le negara. Lo único que debía hacer era buscar, pedir sin palabras, ser invitado a tomar, a tocar, a exponer su ansia.

La generosidad de ella no se limitaba a lo físico. César sentía que no había reticencia, ni distancia emocional, ni un núcleo de sentimientos privados que se guardara para sí. Aun cuando se acercaran a la culminación, podía sentir la vulnerabilidad que no intentaba esconderle.

Era eso lo que lo atrapaba, lo que concentraba su atención de manera tan completa. Le había abierto las compuertas de la sensualidad y ella, a cambio, le había abierto una puerta que él nunca imaginó que existiera, una puerta a un dominio de intimidad más honda, mucho más explícita, más peligrosa, más excitante. Una pobre inocente le había mostrado cuánto más podía haber en esa esfera; una esfera de la que creía saberlo todo.

Jamás había conocido algo así; esa pasión que todo lo consumía. Era abierta, honesta y valiente en su manera de darse. Sin condiciones, ofrecía la extrema saciedad; algo profundo en el interior de César lo sacudía y lo empujaba a exigirla.

Y además, era suya, y estaban atrapados en la marea, sacudidos por la gloria. La intensa liberación iba en aumento, crecía y, luego, los barrió, y él se ahogó en el pozo sin fondo de lo que ella le ofrecía, en el éxtasis último.

Su último pensamiento mientras se deslizaba debajo de la ola fue que ella era suya. Esa noche... y para siempre, pero ¿Qué haría con Victoria?, que le quemaba de la misma manera, tenía que tomar una decisión, tenía que decidir entre las dos mujeres que lo volvían loco.



A la mañana siguiente. María se paseaba por su cámara; con los ojos entrecerrados, juzgaba los acontecimientos de la noche anterior.

Reflexionaba sobre el inesperado enfoque adoptado por Esteban.

Recordaba sus sueños.

Se preguntó de nuevo qué se sentiría al acariciar el pecho desnudo del duque, al tocar sus firmes músculos...

—Non, non, non et non!

Furiosa, se puso a darle puntapiés a la falda delante de ella.

— ¡Lo hizo para conseguir esto!

Para hacerla soñar, anhelar, desear... querer. Para hacerla ir hasta él, para rendirla como si fuera una tonta doncella locamente enamorada. Una conquista taimada, turbia.

A solas en su cámara, pudo admitir que podía haber funcionado.

—Pero ahora no.

No ahora, cuando había comprendido cuál era el verdadero objetivo del duque.

Tenía veinticico años... Y cuando se trataba de los juegos de los hombres, no era ninguna inocente soñadora. Una seducción se podía conseguir por más de una vía; con toda seguridad, el duque conocía todos los caminos.

—Cada recodo de esos caminos. ¡Aja!

No la atraparía.

Apenas quedaba una semana para que la alta sociedad abandonara Londres; sin duda, podría mantenerlo a raya hasta entonces.

—Mignonne, es costumbre prestarle alguna atención al caballero con quien se baila.

María miró a Esteban y abrió los ojos como platos.

—Sólo me estaba fijando en las joyas de las damas.

— ¿Por qué?

— ¿Por qué? —Trazó un círculo alrededor de él y luego volvió a enfrentarlo, de nuevo la mirada puesta en las damas próximas—. Porque la calidad de las de aquí es notable.

—Dado su patrimonio, debe de poseer el rescate de un rey en joyas.

—Oui, pero la mayoría las he dejado en el sótano de Cameralle.

—Con la mano señaló el sencillo collar de zafiros que lucía—. No he traído las piezas más pesadas... No tenía sentido.

—Su belleza, mignonne, eclipsa cualquier joya.

Sonrió, pero no a él.

—Excelencia, tiene una lengua muy rápida.

A la mañana siguiente. María estaba sentada a la mesa del desayuno cuando llegó un paquete.

—Es para usted. —Louis lo dejó caer junto al plato de María.

— ¿De quién es? —preguntó Marjorie.

María dio la vuelta al paquete.

—No lo pone.

—Ábralo. —Marjorie posó su taza—. Contendrá una carta. María rasgó el envoltorio y metió la mano. Sus dedos tocaron la tapa de felpa de un estuche de joyero. El escalofrío de un presentimiento le recorrió la piel. Se quedó contemplando el paquete abierto, temerosa casi de sacar el contenido. Luego, se armó de valor y lo extrajo.

Un estuche de piel verde. Lo abrió. Dentro, sobre una base de terciopelo verde oscuro, descansaban dos sartas de las perlas más puras. Las sartas estaban interrumpidas en tres puntos por unas piedras solitarias, las tres perfectamente rectangulares, talladas con sencillez para exhibir su color. Al principio le parecieron peridotos, pero cuando levantó el collar y lo tendió en sus manos, las piedras destellaron y la luz prendió en ellas, dejando al descubierto su color: esmeraldas. Tres grandes esmeraldas puras, de un verde más vivido que los ojos de María.

Unos pendientes, con una esmeralda más pequeña engastada sobre perlas, y un par de brazaletes a juego completaban el conjunto.

Del rescate de rey que ya poseía, ninguna pieza le atraía ni la mitad que aquélla. Dejó caer el collar como si le quemara.

—Debemos devolverlo. —Apartó la caja. Louis había estado examinando el envoltorio y ahora echó una ojeada al estuche.

—No hay ninguna carta. ¿Sabe quién lo envía?

— ¡San Román! Debe de ser de él. —María apartó la silla, con el impulso de salir corriendo, de huir de aquel collar... de escapar a sus ansias de tocarlo, de acariciar las suaves sartas... De imaginar qué sentina al llevarlo al cuello, cómo luciría.

¡Condenado Esteban!

Se levantó.

—Por favor, encárguense de que sea devuelto a su excelencia.

—Pero, mapetite—Marjorie había inspeccionado el envoltorio—; si no hay carta, no podemos estar seguros de a quién hay que enviarlo. ¿Y si no fuera del señor duque?

María miró a Marjorie; casi podía ver la sonrisa petulante de Esteban.

—Tiene razón —dijo finalmente.

Volvió a sentarse. Tras observar un momento las perlas, reposando tentadoras sobre la base de terciopelo, cogió el estuche.

—Tendré que pensar cuál es la mejor forma de actuar.



—Me las ha enviado usted, ¿verdad?

María volvió la cara hacia Esteban, mientras con los dedos de una mano acariciaba las perlas que le rodeaban el cuello. La seda de sus faldas verde pálido produjo un susurro sensual; dejó que los dedos pasaran con delicadeza por las perlas, resiguiendo las sartas que caían sobre los senos.

Con una ligera sonrisa, Esteban observaba cada movimiento. María fue incapaz de leer algo en su cara y en sus ojos.

—Lucen muy bien en usted, mignonne.

Ella se negó a pensar en cómo de bien, en cómo la hacían sentir.

Corno si ella también fuera dangereux.

Sólo él podía haberle entregado la tentación primordial para llevar adelante su juego. María nunca se había sentido tan poderosa; lo bastante fuerte para entablar combate con un hombre como él.

Sintió un estremecimiento de excitación, de insidiosa atracción; giró, empezó a dar vueltas, incapaz de quedarse quieta.

Cuando él había aparecido a su lado en el salón de lady Cariyie, sus ojos habían ido directos al collar, percatándose luego con rapidez de las demás piezas que también se había puesto. María había accedido a la invitación de pasear por la estancia. En efecto, como sólo él era capaz, el duque había encontrado una antesala fuera del salón. Una pieza vacía, mal iluminada por unos apliques, de suelo embaldosado y una fuente cantarina en el centro.

Los tacones de María resonaron contra las baldosas cuando empezó a dar vueltas delante de la fuente; lanzó al duque una mirada descaradamente dubitativa.

—Si usted no... ¿Quizás haya sido Were? A lo mejor me echa de menos.

Esteban no respondió, pero incluso a la débil luz María vio cómo se le endurecía el semblante.

—No —añadió—. No ha sido Were... Ha sido usted. ¿Qué espera ganar con esto?

Esteban la observó —María no pudo precisar si pensando en una respuesta o simplemente poniendo a prueba sus nervios— y luego dijo:

—Si yo le hubiera enviado semejante presente, esperaría recibir... la misma respuesta que, naturalmente, le daría usted a cualquiera que hubiera sido tan cortés.

María dejó que sus ojos relampaguearan, que asomara su carácter. A lo largo de las semanas, se había ido acostumbrado a no ocultárselo. Incluso ahora parecía no haber razón para esconderle sus sentimientos. Con un revuelo de faldas, se contoneó para encararlo y levantó la barbilla.

—A quienquiera que fuera tan generoso conmigo le daría las gracias... Lo que sólo podría hacer si supiera quién era el caballero.

Esteban sonrió. Con su habitual manera sigilosa de caminar, acortó la distancia que los separaba.

—Tengo que reconocer, mignonne, que me trae sin cuidado si me considera o no el merecedor de su agradecimiento.

Se detuvo ante ella y enredó sus largos dedos en las sartas, por debajo del cuello. Levantó las perlas, hasta reunir las extensas sartas en la mano y encerrarlas en su puño, situado encima del escote de María.

—Preferiría tener la seguridad —murmuró, la voz deslizándose hacia un susurro peligroso— de que cada vez que llevara esta pieza pensara en mí.

Abrió el puño, dejando caer las perlas.

Lastradas por las grandes esmeraldas, las sartas cayeron sobre la hendidura del escote, resbalando entre los pechos.

Al sentir el calor —el calor de la mano del duque, que mantenía atrapadas las perlas—, María ahogó un grito.

—Preferiría saber que cada vez que se pusiera esto, pensara en nosotros. En lo que habrá entre nosotros.

No había soltado del todo el collar; un largo dedo permanecía enganchado en las sartas. Observándolas, las levantó y las dejó deslizar y resbalar por todas partes, acariciándole los senos desnudos a despecho del vestido... pese a que estuviera totalmente vestida. Hizo subir y bajar las perlas con un ritmo lento y sensual que María pudo imaginar muy propio del duque.

María jadeó y cerró los ojos un momento. Sintió que sus pechos se erguían, hinchados y acalorados.

Esteban se acercó más; María, más que verlo u oírlo, lo sintió; como una llama sobre la piel. Abrió los ojos.

—Cada vez que se las ponga, mignonne, piense en... esto.

Hubiera deseado que no se acercara tanto, no levantar la cara y dejar que la besara. Pero con la calidez embriagadora de Esteban tan cerca, el tono susurrante de su profunda voz en el oído, la sensación obnubilante de las perlas, aún caliente, todavía moviéndose provocativamente entre los pechos... estaba perdida.

Los labios de Esteban se abatieron sobre los suyos. Al primer indicio de presión, ante la primera exigencia, María se abrió a él, no de manera sumisa sino desafiante, rechazando, aun entonces, la rendición.

Podía besarle y sobrevivir; dejar que la besara y seguir sin pertenecerle. Si Esteban creía otra cosa, ya aprendería. María le deslizó los dedos por el pelo y le devolvió el beso con descaro. Su reacción sorprendió al duque por un segundo, pero no más.

Tres Destinos (completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora