Capítulo 6 SELLANDO EL PRIMER DESTINO

137 14 5
                                    

Mientras tanto a Miles de kilómetros de distancia en Escocia.


Los aspectos prácticos de drogar a su perdición se revelaron mucho más fáciles de lo que había esperado. A última hora de la noche Cristina deambulaba por su dormitorio, a la espera de que llegara la hora de la ver­dad, el momento en el que se dirigiría a la habitación de Federico y descu­briría si había tenido éxito.

Mezclar la poción se había reducido a una simple cuestión de cálculos, todos basados en su amplia experiencia. Por rutina tenía en sus manos la salud de más de doscientas almas del valle, tratándolas desde el nacimien­to hasta la muerte. Conocía las hierbas. Su única duda radicaba en calcu­lar el peso exacto; al final, se limitó a añadir un poco de más de ambas po­ciones y se encomendó con fervor a la Señora.

En cuanto a cómo conseguir que se tomara la droga, había tenido a mano la solución: se acordó de la charla de Federico sobre el whisky. Era perfecto para sus propósitos. El fuerte sabor a madera disimularía el pene­trante olor de las hierbas, al menos para un no iniciado. Había calculado la cantidad a añadir en la licorera para que una buena copa contuviera la droga suficiente para satisfacer sus necesidades.

La introducción de la droga en la licorera había sido de lo más senci­llo. Siempre era la última en bajar a cenar. Sólo tuvo que esperar a que lle­gara la hora habitual y, de camino al comedor, se detuvo en el dormitorio de Federico. El único momento de tensión se produjo cuando estaba a pun­to de llegar a la puerta del dormitorio. Esta se abrió y el criado de Federico salió de la habitación. Inmóvil entre las sombras, lo había visto marcharse y de inmediato entró con sigilo.

Era uno de los dormitorios más espaciosos de la casa. La licorera esta­ba en una mesa de pared, debajo de la ventana. Fue cuestión de un instante calcular el volumen de líquido de la licorera y añadir la cantidad necesaria de su preparado. Luego, tapando el frasco, se volvió y abandonó rápida­mente la habitación para ir a cenar.

En cambio, le había resultado difícil acallar su conciencia, la conciencia de lo que estaba tramando, sobre todo bajo la mirada de Federico, que se había percatado de que Cristina tenía los nervios de punta. Se mostró fingidamente altanera, al tiempo que rezaba para que Federico creyera que su nerviosismo se debía a los efectos del beso de la mañana.

Cristina soltó una exclamación de desagrado y giró en redondo, haciendo que los bajos del salto de cama se mecieran en torno a sus pies. Debajo llevaba un delicado camisón de batista; supuso que, tratándose del Federico, debería haber sido de seda, pero no disponía de ninguna prenda semejante. El pensamiento de las manos de Federico sobre su cuerpo sólo cubierto por el fino camisón la estremeció. Levantó la vista hacia el reloj de la repisa de la chimenea en el momento en que daba las campanadas.

Doce tañidos ininterrumpidos.

Era la hora.

Respirando con dificultad a través del torniquete que le aprisionaba los pulmones, cerró los ojos y rezó una breve plegaria. Luego, abrochándose el cinturón de la bata, se encaminó con decisión hacia la puerta para acudir a la cita con el que iba a ser el padre de su hijo.

Dos minutos más tarde, Cristina se detuvo ante de la puerta de Federico y clavó la mirada en la superficie de roble. Un sentimiento abruma­dor de fatalidad la aplastó; estaba ante el umbral de algo más que una sim­ple habitación. Al abrir la puerta y entrar, daría un paso irrevocable a un futuro sólo débilmente percibido.

Nunca antes se había enfrentado a una elección semejante, a una de­cisión de cambio de vida tan crucial.

Se movió, recogió el salto de cama y reprendió en su fuero interno a su dubitativa conciencia. Por supuesto que traspasar aquel umbral cambiaría su vida... Acabar con un hijo era sin duda una parte irrevocable, aunque bastante evidente, de su futuro. Ese futuro esperaba más allá de la puerta. ¿Por qué dudaba?

Tres Destinos (completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora