Capitulo 9 CERRANDO ALGUNAS TRAMPAS

203 11 2
                                    

Desnuda por completo, la larga cabellera cubriéndole los hombros, so­bre la espalda, sobre la piel —los senos tersos, las quijadas suaves—, relu­ciendo bajo la débil luz como si fuera de marfil, Cristina levantó la colcha y se metió en la cama. La inclinación del colchón mientras se acomodaba a su lado desencadenó una respuesta instintiva, casi violenta. Lo único que pudo hacer Federico fue reprimir el primitivo impulso de volverse, echarse encima y poseerla.

Con la mente embotada y los sentidos confusos, se esforzó en asumir el hecho de que realmente ella estaba allí, en su cama... desnuda.

¿Qué demonios estaba tramando?

Federico no se había movido, no se atrevió. De lo contrario, habría per­dido el control y sólo Dios sabía qué habría ocurrido entonces. Con los músculos del cuerpo agarrotados a causa de la contención, la miró.

De pronto Cristina lo tocó. Posó una mano pequeña y cálida sobre su pecho, deslizándola con descaro.

Después de aquello, ni el infierno ni el mismo Dios, ni siquiera su Se­ñora, importaban.

Federico cerró los ojos con un largo suspiro. Cristina palpó más aba­jo y el control de Federico saltó hecho pedazos. Le cogió las manos, ce­rrándoselas sobre la cabeza dentro de una de las suyas. Con el mismo mo­vimiento, se levantó sobre ella, le buscó los labios y la besó.

En la mente desasosegada de Federico ardía un pensamiento: el con­firmar, fuera de toda duda, que ella había sido la mujer de su sueño. La misma que la noche anterior le había hecho revivir, la que le había supli­cado que la poseyera, para luego retorcerse entre sus brazos como una li­bertina.

Posó una mano sobre el pecho firme de Cristina y lo reconoció. No­tó cómo se hinchaba, pellizcó suavemente el duro pezón y también lo re­conoció. Deslizó la mano hacia abajo, siguiendo curva tras curva, por el pecho, la cintura, la cadera y el muslo, hasta alcanzar su trasero, suave y perfecto. Igual que la noche anterior.

Y ella estaba allí; al igual que la noche anterior: la boca, caliente e im­paciente, los labios, fundiéndose en su boca, la lengua, batiéndose en due­lo con la suya. Sujetándole todavía los brazos por encima de la cabeza, el cuerpo de Cristina se arqueó bajo él, devolviéndole las caricias.

Siguiendo un impulso salvaje, Federico le abrió las piernas. La tocó, estaba húmeda, ferozmente caliente; el tacto de Federico la excitó y la hizo suplicar que siguiera. Cuando le introdujo el dedo, ella jadeó... su nombre.

Federico lo bebió de sus labios y le abrió aún más los muslos, colocán­dose en medio. Y se deslizó dentro.

Apoyado en ella, dejó caer la cabeza hacia atrás cuando Cristina cerró su ardiente terciopelo sobre él. Federico empezó a moverse en su interior y ella respondió, acompasando el movimiento, acogiéndolo en su calor y abrazándolo.

Tras soltarle las manos, Cristina le acarició el pecho y luego le apretó los duros músculos del costado. Abrazándolo, volvió a colocar las caderas y lo condujo a mayores profundidades.

Federico jadeó, se dejó caer sobre los codos, le enmarcó la cara con las manos y la besó con voracidad. Locos de deseo, el contacto de ambos cuerpos los empujaba más allá.

Pero Federico los mantuvo en aquel punto, sujetándolos, en el ojo del huracán. Prolongó su unión todo lo que pudo, encumbrado en el puro go­ce de poseerla.

Bajo él, Cristina gozaba en la infinita intimidad, en la clara y lumi­nosa conciencia de que era así como estaba escrito. Sus cuerpos se movían en una danza más vieja que el tiempo; el de Federico, inflexible, condu­ciendo; el suyo, suave, dejándose llevar.

Tres Destinos (completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora