CAPITULO 16 FINAL cuando el orgullo Vence a la pasión.

514 19 8
                                    

Todo transcurrió tal y como el duque pronosticara. La embarcación fondeó en el puerto de Saint—Malo, pasando inadvertidamente entre otros muchos veleros y embarcaciones de todo tipo que poblaban los muelles de piedra. Desembarcaron como si fueran simples pasajeros, encomendando sus bolsas a un mozo que los siguió detrás mientras cubrían la corta distancia hasta La Paloma, una de las mejores, si no la mejor, de las muchas posadas de que se afamaba el concurrido puerto. Allí encontraron habitaciones confortables.
Pese a la mullida cama. Victoria durmió poco. No le había pasado inadvertido el hecho de que César llevaba, una vez más, el estoque. Como el resto de los caballeros, con frecuencia llevaba algún arma semejante, pero por lo general solía tratarse de alguna ornamental. El estoque que llevaba ahora no era de ésas. Era viejo, bastante gastado y nada sobrecargado. Parecía sentirse cómodo, como si antes lo hubiera usado a menudo y estuviera familiarizado con él. Victoria había advertido la manera en que la mano de César caía hasta la empuñadura, descansando allí, los largos dedos curvados distraídamente sobre el metal labrado.
El estoque casi parecía una parte de él, una prolongación de su cuerpo. No era un juguete sino una herramienta, y él sabía cómo utilizarla. El hecho de que hubiera decidido llevarla sugería cosas inquietantes.
Victoria suspiró para sus adentros, reconociendo la osadía que era pensar que ella podía protegerlo; era él quien la protegía a ella. Eso quitaba motivos de preocupación... Sin embargo, aun así estaba preocupada.
Cada vez que cerraba los ojos, su mente se desbocaba, imaginando toda clase de dificultades y obstáculos que surgirían en el camino y les harían perder las horas, impidiéndoles llegar a Árlele en el tiempo previsto.
Victoria se despertó sobresaltada, con el pulso acelerado y el estómago tenso. Volvió a reclinarse en la almohada y cerró los ojos para intentar dormir.
Cuando en la fría madrugada Esteban llamó a su puerta, ya estaba vestida y esperaba. Tras tomar una jícara de chocolate —porque César insistió—, estuvieron en camino antes de que el sol hubiera empezado a despuntar.
Al abandonar el patio de la posada, César había hecho un gesto a Victoria y Esteban para que subieran al carruaje, murmurando a su hermano que se sentara al lado de ella. Él había tomado asiento enfrente, pero una vez que hubieron dejado la ciudad atrás, cuando corrían ya por los caminos a campo abierto, hizo una señal a Esteban para intercambiar los sitios.
Al ponerse a su lado, Cesar advirtió las oscuras ojeras de Victoria. La rodeó con un brazo para apoyarla cómoda y acogedoramente contra su costado. Victoria lo miró con la frente arrugada; Esteban sonrió, y le acarició el pelo con los labios.
—Descanse, duquesita. De nada le servirá esta noche a su hermana si no está completamente despierta y descansada.
La mención del rescate de su hermana y el papel que ella tenía que desempeñar le dio algo en qué pensar y la excusa para dejarse vencer por el cansancio y apoyar la cabeza en el pecho de Cesar. Cerró los ojos.
No tardó en despertarse. Cesar la mantenía segura contra él, un peso femenino cálido y suave, mientras contemplaba el paso fugaz de la campiña. Había dedicado la mitad de la noche en buscar el mejor cochero; el hombre valía lo que había pagado por él. Traquetearon durante todo el día, parando sólo media hora al principio de la tarde.
Empezaba a anochecer cuando los muros de la vieja ciudad de Montsurs se alzaron ante ellos. Volviendo a cambiar de sitio con Esteban. Quien ordenó al cochero que los llevara a una caballeriza donde alquilasen caballos. Cuando el coche se detuvo con un estremecimiento junto a un establecimiento de aspecto no demasiado próspero, Esteban sonrió burlón.
—Perfecto. —Miró a María y Cesar—. Esperen aquí y asegúrense de que los lugareños no los ven.
Asintieron con la cabeza y el duque se apeó. Pasaron los minutos, y ellos se mantuvieron en silencio, vigilantes, cada vez más temerosos. De pronto oyeron ruidos de cascos. Era Esteban, que volvía tirando de cuatro monturas, todas ensilladas. El dueño de la caballeriza iba a su lado, una ancha sonrisa adornándole la cara.
Esteban condujo los caballos hasta la parte trasera del coche. María y Cesar aguzaron el oído. El caballerizo estaba indicándole unas direcciones, adornadas con descripciones. María reconoció el camino al convento; tuvo que sonreír. Esteban había pensado incluso en eso; si alguien se interesaba por unos desconocidos que habían comprado caballos aquella noche, el rastro sólo llevaría hasta el convento.
Esteban reapareció en ese momento, dio las gracias al caballerizo, abrió la puerta y subió, cerrándola rápidamente tras él.
Victoria retrocedió para ocultarse en las sombras; no quería que el hombre la viese.
—Ahora, ¿adónde? —le preguntó al duque.
Él la miró arqueando la ceja.
—Al convento, por supuesto.
No estaba lejos, pero a aquellas horas las puertas estaban cerradas y no había nadie que viese detenerse al coche, que los viera bajar y desatar los caballos, que viera a Esteban pagar al cochero mientras ella y Cesar esperaban con las riendas en las manos. El hombre cogió las monedas con una sonrisa, azuzó a los caballos y se alejó. De pie en el sendero, observando cómo desaparecía el coche, esperaron hasta que los cascos ya no se oyeron en el camino.
Todos a una, se dieron la vuelta y examinaron el muro del convento. Esteban se dirigió hacia la sólida puerta y miró a través de la rejilla. Se giró hacia ellos, sonriendo.
—Nadie nos ha visto.
Volvió y cogió las riendas que sujetaba Victoria.
—Vámonos.
La levantó hasta la silla, sujetó el caballo mientras Victoria se acomodaba y luego montó en el suyo. Con Cesar encabezando la comitiva, recorrieron el sendero y torcieron hacia Le Roe.
Media hora más tarde, rodearon una colina y la fortaleza surgió ante su vista. Levantándose sobre un pequeño valle, la fortaleza de Fabien se asentaba sobre el saliente de una elevación rocosa, como una extensión de la misma, una extraña y perturbadora atalaya elevándose sobre los fértiles campos.
—Alto. —Esteban tiró de las riendas y sonrió a Victoria cuando se paró a su lado. Le indicó la fortaleza con la cabeza—. ¿Es ésa? María asintió.
—Por este lado es inaccesible, pero por el otro hay caminos que serpentean a través de jardines.
—Menos mal. —Esteban estudió la construcción, la manera en que había sido encajada en la piedra. Como fortaleza, era impresionante—. Si avanzamos más por este camino, correremos el riesgo de ser vistos. Victoria asintió con la cabeza.
—A causa de las revueltas, hay guardias incluso de noche.
—Conozco la rutina de los guardias; nunca cambia —añadió ella. Cesar resopló.
—Es verdad. Hay guardias, pero en realidad no esperan que nadie se acerque.
—Tanto mejor si están confiados. —Esteban examinó los campos circundantes—. ¿Hay algún camino por el que podamos llegar al otro lado?
—Sí. —María espoleó su montura—. Hay un sendero que se une a éste un poco más adelante; es el que usan las carretas para recoger las manzanas del huerto.
Con Cesar cerrando la marcha, Esteban la siguió. Al cabo de unos cien metros, Victoria torció por un estrecho sendero lo bastante ancho para que pasara un carro, lleno de profundas rodaduras pero cubierto de vegetación. A menos que se supiera que estaba allí, nadie imaginaría su existencia. Siguiendo a Victoria en fila india, Esteban no dudaba que Fabien lo conocía. Si tenían que huir a toda prisa...
Estaba absorto, haciendo planes para toda suerte de contingencias, cuando Victoria tiró de las riendas y se volvió. —Deberíamos dejar los caballos aquí. Más adelante hay unas cancelas, pero si metemos los caballos en el huerto —indicó con la cabeza la tierra que se levantaba por encima de ellos—, los guardias podrían oírlos.
Con los ojos entrecerrados, Esteban intentó ver a través de las sombras cambiantes, estudiando las terrazas siempre ascendentes y que, finalmente, se encontraban con lo que parecía un muro de jardín. Aunque bien protegida del camino principal y de cualquier fuerza que pudiera llegar por esa dirección, desde este ángulo la fortaleza parecía mucho más vulnerable.
Tres bien —murmuró escudriñando la noche—. Dejaremos aquí los jamelgos y continuaremos a pie.
El muro del huerto tenía dos metros y medio de altura, pero fue fácil encaramarse por sus toscos bloques de piedra, incluso para Victoria, que llevaba faldas. Trepó por el muro bajo la atenta mirada de Cesar y se sentó en el borde mientras él se le unía tras una rápida ascensión. Pasando las piernas por encima, Cesar se dejó caer a tierra. Victoria miró hacia abajo, resopló, se dio la vuelta y empezó a descender con más cuidado.
Cuando estaba a medio camino del suelo, Cesar la desprendió del muro y la depositó en el suelo. Con un gesto de la cabeza a modo de agradecimiento, Victoria se sacudió el polvo de las manos, señaló el empinado huerto y echó a andar.
Esteban avanzaba con sigilo a su lado cuando salieron de la profunda oscuridad para atravesar los espacios abiertos entre los esqueléticos árboles. La luna todavía no había salido, así que sólo tenían que esconderse de la débil luminosidad de las estrellas.
Llegaron a la parte más elevada del huerto y se deslizaron al abrigo de la densa sombra que proyectaba el siguiente muro. Este era algo más disuasorio: de igual altura pero sólida construcción, cada bloque se alineaba perfectamente con el siguiente, lo que dejaba una superficie lisa sin ningún lugar donde afianzar manos y pies. Esteban lo estudió y miró a Victoria, que le hizo señas con la mano de que esperase mientras ella y Cesar hablaban en susurros. Luego Victoria señaló hacia la izquierda y emprendió la marcha a lo largo del muro.
Esteban la siguió. Victoria avanzaba con rapidez, amparada en la sombra del muro, hasta que, considerando que debían de estar al otro lado de la entrada principal, se paró. Se volvió hacia Esteban, llevándose un dedo a los labios, se dio la vuelta y continuó; unos pocos pasos más la llevaron al otro lado de una cancela de hierro forjado.
Esteban se paró al hacerlo Victoria y levantó la vista hacia la verja. Era tan alta como el muro y estaba rematada por unas puntas muy afiladas. No había manera de salvarla por encima. Miró a Victoria y vio que le hacía señas. Se reunieron con ella más allá de la puerta; Victoria tiró de Esteban hacia abajo para hablarle al oído.
—Está cerrada pero hay una llave. Cuelga de un gancho justo a esta altura en el otro lado del muro. —Señaló un punto en el muro a unos treinta centímetros de la base y a casi sesenta del marco de la puerta—. ¿Podrá alcanzarla?
Esteban miró el punto que le indicaba.
—Mantenga ahí la mano.
Se volvió hacia la cancela. Arrodillándose de costado, metió el brazo derecho a través del último espacio entre los barrotes, apoyando la sien contra la barra de hierro; miró la mano de Victoria y dirigió los dedos hacia el punto opuesto. Si no conseguía coger la llave con limpieza y se le caía...
Las yemas tocaron metal y Esteban se quedó inmóvil. Luego, con extrema delicadeza, alargó un poco más el brazo, resiguiendo el contorno de la llave y el cordel, hasta el clavo del que colgaba. Se estiró y deslizó los dedos entre el cordel, cerró la mano y lo sacó.
Extrajo el brazo y miró la pesada llave.
Antes de que pudiera reaccionar, Victoria se la quitó de un manotazo, pero Esteban la hizo agacharse de un tirón.
— ¿Y los guardias?
Victoria le contestó en un susurro:
—Estos son los jardines de la cocina; sólo los comprueban un par de veces, a primera hora de la noche y poco antes del amanecer.
Esteban asintió con la cabeza y la soltó. Se levantó y se limpió el polvo de las rodillas mientras Victoria deslizaba con cuidado la pesada llave en la vieja cerradura.
César la ayudó; entre los dos, forcejearon hasta hacer saltar la gacheta. Preocupado por los posibles chirridos, Cesar abrió la puerta con cuidado. Los goznes chirriaron levemente.
Aliviada, Victoria siguió a Cesar al interior del jardín por el trillado sendero que conducía a la casa. Esteban, que iba detrás, observó a sus dos impacientes colaboradores avanzar a hurtadillas por el sendero. Suspiró, meneando la cabeza. Cerró la puerta, le echó el pestillo y quitó la llave.
Victoria se volvió y le vio meterse la llave en el bolsillo de la casaca. Todos vestían ropas de colores apagados. Bajo una capa oscura, Victoria llevaba un vestido marrón oscuro, liso y sin adornos tras haberle quitado todos los bordados para la ocasión. Cesar iba completamente de negro. Esteban llevaba una casaca y calzones gris castaño y calzaba botas hasta los muslos de un tono parecido. De día, el color le favorecía, pero a la tenue luz de la noche parecía un fantasma, un ser irreal salido de las sombras. «Con toda seguridad, un producto de mi imaginación», pensó Victoria. Con aquellos andares sigilosos, nunca tan acusados, y la elegancia que conferían a su musculoso cuerpo, el duque constituía una sinfonía para sus sentidos.
Esteban llegó junto a Victoria, que tuvo que obligarse a respirar. Con un gesto de la cabeza, le indicó el umbral donde esperaba Cesar.
—Hemos de evitar las habitaciones de la servidumbre. Podemos llegar al jardín de las rosas por allí. Sólo parte de los aposentos de adèle, la esposa de Fabien, están en esa ala. Como está enferma, es probable que sea el lugar más seguro para entrar.
Cuando rodearon la casa de piedra con más de tres plantas de ventanas mirando sobre ellos, no vieron ningún guardia. A pesar de que era más de medianoche, Esteban notó un cosquilleo en la nuca. Podía ver la lejana ala hacia la que se encaminaba Victoria; mientras seguía su senda, iba examinado las habitaciones más cercanas de la planta baja.
Cuando pasaban a toda prisa junto a un arriate de rododendros, Esteban retuvo a Victoria por el brazo.
— ¿Qué hay al otro lado? —Señaló una puerta de dos hojas que se abría a una pequeña zona adoquinada.
—Un salón pequeño —susurró Victoria.
Él deslizó los dedos hasta la mano de ella y la agarró; hizo un gesto a Cesar con la cabeza. Tirando de Victoria, atravesó el jardín intermedio y avanzó hasta las sombras junto a la casa.
Victoria lo siguió sin rechistar, pero al cabo le preguntó:
— ¿Por qué ésta?
Esteban estudió las estrechas hojas.
—Observe.
Dobló las rodillas y apoyó el hombro allí donde las dos hojas se unían en la cerradura. Entonces le dio un empujón seco.
La cerradura saltó con un chasquido y la puerta se entreabrió. Victoria se quedó boquiabierta.
—Qué... sencillo —musitó.
Esteban abrió la puerta, hizo entrar a Victoria y la siguió; Cesar se les unió, no de muy buen humor al ver Esteban llevaba de la mano a Victoria. Cerró la puerta y miró alrededor. El cuarto era pequeño y de una discreta elegancia. Alcanzó a Victoria junto a la puerta principal y le puso una mano en la cintura para impedir que la abriera.
— ¿A qué distancia queda la habitación de tu hermana?
—La que utiliza habitualmente está en el ala central. Esteban miró a Cesar.
—Ve primero, pero lentamente. Te seguiremos. Camina como si tal cosa; no te escondas. Si apareciera algún criado, pensará que acabas de llegar y que eres un invitado.
El joven asintió con la cabeza. Esteban dejó Victoria la puerta. Cesar emprendió la marcha como se le había indicado y los otros le siguieron, ligeros cual fantasmas.
Se vieron obligados a subir la escalera principal; Victoria respiró aliviada cuando llegaron arriba y accedieron a una gran galería. La luna había alcanzado su cénit. La luz plateada se desparramaba a través de los muchos ventanales, iluminando la larga pieza. Victoria y Esteban se pegaron a la pared interior mientras seguían a Cesar, quien, a una señal del duque, atravesó a toda prisa la galería.
Volvieron a aminorar el paso cuando entraron en un laberinto de patios. La tensión de Victoria se alivió aún más y el entusiasmo y la esperanza ocuparon su lugar. En pocos minutos vería a Maria de nuevo, sabría que estaba a salvo.
Esteban le tiró de la mano y susurró:
— ¿Dónde están los aposentos de Fabien?
—Por allí. —Señaló con la mano hacia atrás—. Al final de la galería. Por delante, Cesar se había parado delante de una puerta. Miró hacia atrás y esperó a que se reunieran con él.
— ¿Es ésta? —preguntó el duque.
Victoria asintió con la cabeza.
—Entre usted —le dijo él—. Esperaremos aquí hasta que esté segura de que María no se asustará o no se negara a venir —Le dio un apretón en el brazo y la soltó—. Asegúrese de que su hermana entiende que es necesario guardar silencio y explíquele brevemente nuestro plan.
Victoria volvió a asentir con la cabeza, le sostuvo la mirada y le dio un levé apretón en la mano. Volviéndose hacia la puerta, levantó el pasador con cuidado y se deslizó dentro.
Victoria no se movió hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Luego rodeó la cama endoselada, sabiendo que María estaría durmiendo de espaldas a la puerta. Apartó las cortinas con sigilo y vio el bulto bajo las mantas. El pelo negro azabache de María brillaba desparramado en las almohadas.
Sonriendo y emocionada, se acercó.
— ¿María? María... despierta, mon petitchou.
Las pestañas negras aletearon y unos ojos más verdes que los de Victoria miraron con dificultad. Maria sonrió adormilada. Los párpados volvieron a cerrarse. '
Victoria la sacudió con suavidad.
Los ojos de María se abrieron por completo. Se quedó mirando de hito en hito a Victoria, la sorpresa reflejada en el rostro. Entonces, con una exclamación de alegría, se abalanzó a los brazos de Victoria.
— ¡Eres tú! Mon Dieu! Creí que estaba soñando, que no volvería a ver a ninguna de las dos nunca más.
—Chsss. —Victoria la abrazó con fuerza, cerró los ojos por un momento de extasiamiento y dio gracias ( a pesar de ser de la misma edad, siempre fue la hermana mayor y nunca dejaría de serlo). Entonces apartó a María y le dijo—: Tenemos que irnos. Vístete Cesar y Esteban, esperan al otro lado de la puerta. Pero hemos de darnos prisa. Tienes que vestirte. Con ropa oscura.
María que nunca había sido corta de entendederas. Salió disparada de la cama antes aun de que Victoria hubiera terminado de hablar. Buscó en el armario y sacó un traje marrón; se lo enseñó a Victoria.
—Sí, perfecto.
— ¿Dónde vamos? — se puso el vestido a toda prisa.
—A Inglaterra. Fabien está loco.
— ¿Loco? —Maria ladeó la cabeza—. Asquerosamente arrogante, sí, pero... —Se encogió de hombros—, pero de ahí a lo otro, creo que ha hecho esto por un motivo que no logro comprender, pero en ningún momento me ha lastimado, ni siquiera ha insinuado cumplir con la amenaza que le dejo a Esteban.
¿Así que no sabe que nos vamos?
—No. —Victoria se acercó para ayudarla con los lazos—. Hemos de ser muy sigilosas. Y sólo puedes llevar una pequeña bolsa... Sólo tus cepillos y otras cosas importantes.
_ Como han entrado tan fácilmente sin que la guardia los notara, ¿no te parece raro?, recuerda que después del intento de secuestro el intensifico la seguridad.
Victoria, creo que no nos espera hasta dentro de varios días más.
Victoria dejó que Maria se cepillara la larga cabellera mientras cogía una bolsa pequeña del armario, metía dentro todos los pequeños objetos del tocador y corría hasta el reclinatorio para coger el devocionario y el crucifijo.
Un golpecito en la puerta las hizo mirar hacia allí. Era Cesar, que atisbo dentro. Vio a Maria y entró. Esteban lo siguió. María lo miró fijamente, sintió su fuerza y eso calmó sus nervios. Todo iría bien, por que dudaba tanto, ya había tenido suficiente tiempo para pensar.
Esteban, aliviado de que todo discurriera bien, volvió la vista hacia Cesar y la mirada que dio a María decía me debes una gran explicación. El duque observó los gestos de sus manos, rápidos y delicados, tranquilizando a sus ojos al verla bien.
María percibió su presencia y se dio la vuelta. Sonrió con timidez. Esteban se adelantó y le extendió la mano.
María reaccionó de manera instintiva y colocó la suya encima. El duque le hizo una reverencia. María se sacudió la sorpresa y le correspondió graciosamente.
El la ayudó a incorporarse.
—Es un honor querida, pero deberíamos dejar las cortesías para más tarde. Hemos de irnos de inmediato. —Si todo discurre como hemos planeado, tendremos años para hace lo que planeo con usted.
Maria inclinó la cabeza, mirándolo casi retadora. El fuego brillante que ardía en María no se había perdido. Esteban sonrió con dulzura; inclinándose, besó la frente de Maria con suavidad.
—No me discuta, mapetite. Todavía no está... al nivel de su hermana (mirando a Victoria). Maria emitió un sonido que sólo podría describirse como una risita de satisfacción. Lanzó una breve mirada a Victoria, la cara ardiendo con una pregunta inocente. No resultaba extraño que Cesar estuviera locamente enamorado.
Esteban le soltó la mano y retrocedió.
—Vamos. No nos entretengamos.
María había permanecido clavada en el sitio observando a su hermana y a Cesar. De nuevo empezó a moverse afanosa, cogió el cepillo de la mano de Victoria, lo metió en la bolsa y aseguró el cordón con fuerza. Miró a Esteban.
—Estamos listas.
El duque le cogió la mano y besó sus dedos tensos.
—Bien.
Abandonaron el cuarto, cuatro sombras silenciosas deslizándose por la durmiente casa. Al igual que antes, Cesar abría la marcha; Victoria, con la capa puesta y la capucha ya levantada, le pisaba los talones, como si el hubiera sido enviado a llamarla y ella obedeciera malhumorada. Recorrieron los pasillos con rapidez y en silencio. A pocos metros por detrás, María, también totalmente encapuchada, era seguida por Esteban y ambos se mantenían en la sombra todo lo que les era posible.
El corazón le palpitaba con fuerza y ella se sentía mareada. Eran casi libres... todos. Llegaron a la galería y empezaron a cruzarla.
Unos pasos confiados fue todo el aviso que recibieron antes de que Fabien apareciese por el otro extremo de la galería. Habían dado tres grandes zancadas antes de que Fabien se detuviera y se quedara mirando de hito en hito. La luz de la luna hizo brillar su pelo rubio. Con botas y espuelas, vestido, como era habitual, completamente de negro, llevaba los guantes de montar en una mano y el estoque en la otra.
Por un instante todos se quedaron paralizados a la luz de la luna. María oyó un juramento mascullado en voz baja y vio a Esteban adelantarse. Cuando fue desenvainado con un siseo sibilante, su estoque destelló amenazador en el tenso silencio.
De inmediato fue contestado por un siseo similar cuando el de Fabien centelleó en la noche.
Lo que siguió —María no se percataría hasta más tarde— duró sólo unos minutos, aunque en su mente cada movimiento fue lento y pesado, cargado de significados, sutiles insinuaciones y presagios. Como la sonrisa que curvó los labios de Fabien cuando reconoció a Esteban, y la infame luz que destelló en sus ojos negros.
Fabien estaba considerado un consumado espadachín y la angustió por un instante, pero se recuperó. Recordó la confianza que Esteban había mostrado en relación a los desafíos de sus jóvenes pretendientes, y se acordó de que, en efecto, ninguno lo había retado.
La memoria le permitió poner las ideas en orden, mantener el pánico a raya. Cesar había reculado hacia las ventanas, tirando de Victoria hacia él.
En el centro de la galería, bañados por el claro de luna, Esteban y Fabien describían círculos, esperando ambos a que el otro hiciera el primer movimiento.
Lo hizo Fabien con una repentina embestida; el choque del acero hizo estremecer a María, pero mantuvo los ojos abiertos, fijos en la escena, viendo cómo Esteban paraba el golpe sin aparente esfuerzo.
Fabien era unos centímetros más bajo y más ligero, más rápido con los pies. Esteban sin duda era el más fuerte y tenía una llegada más larga.
Fabien entró a fondo de nuevo, y una vez más el duque desvió su estocada sin dificultad.
El corazón de María latía con fuerza; miró los pies de los contendientes y se dio cuenta de que... Contuvo la respiración, avanzó pegada a la pared y corrió hacia el final de la galería, donde cerró las puertas y echó la llave. Giró en redondo y miró para ver a Cesar y Victoria haciendo lo mismo en el otro extremo. Si los criados oían los ruidos y acudían, las puertas cerradas les harían ganar un tiempo precioso.
Esteban era consciente del problema. Vio la sonrisa burlona de Fabien y supo que su viejo amigo también lo era.
Con independencia del resultado de su esgrima, cuanto más tiempo estuvieran ambos bailando a la luz de la luna, menos probabilidades tendrían ellos de escapar.
Y sólo se trataba de un juego. Ninguno de los dos mataría; no estaba en sus naturalezas. Triunfar sí, pero ¿qué sentido tenía ganar si uno no podía regodearse con el vencido? Además, ambos eran nobles. La muerte de cualquiera de los dos podría resultar difícil de explicar para el otro, en especial si uno estaba en suelo extranjero. La muerte no valía la pena. Así que dirigirían sus esfuerzos a desarmar, herir y ganar.
Pero en el juego más importante, la ventaja en ese momento era de Fabien. Esteban desvió una estocada de tanteo y concentró la mente en arrancarle el estoque a Fabien.
Confiado en que, pasara lo que pasase, sólo estaba arriesgando el brazo, Fabien se mostraba ansioso por entablar combate. Los dos eran antiguos maestros: para Fabien ese encuentro debería haberse producido mucho antes. El francés tenía rapidez, pero Esteban poseía fuerza y una agilidad que disimulaba como táctica. Hizo retroceder a Fabien, volviendo a esquivar un golpe, rehusando seguir el amago de la respuesta de Fabien en favor de una estocada que obligó a su oponente a retirarse con rapidez.
Fabien amagaba, intentaba engañarle para que abriera la guardia y confiaba en su rapidez para mantenerse a salvo. Ése era su estilo. Esteban se abstuvo de fintar, y se centró en su propio estilo, sencillo y directo. Necesitaba terminar aquello con rapidez; pero la única manera segura de superar las habilidades de Fabien era engañarlo, y eso significaba tiempo.
Significaba minutos de escaramuzas, los suficientes para desgastar y engañar a Fabien. Implicaba hacer retroceder a Fabien hacia una esquina de la galería, no hacia aquella donde María observaba con la espalda contra las puertas. Esteban deseó que estuviera en cualquier otra parte, pero no podía desviar la atención de Fabien para echarla de allí.
En el instante en que tuvo colocado a Fabien donde quería, le lanzó una serie imparable de estocada—contraestocada que lo hizo retroceder, de manera que de repente el francés se encontró arrinconado, teniendo delante un rival más fuerte y más alto.
Fabien buscó una vía de huida.
Esteban se la proporcionó.
Amagó a su izquierda.
Fabien vio la brecha, se echó a un lado y entró a fondo...
Esteban oyó un grito ahogado. Obligado ya, se retiró, giró la muñeca y lanzó una estocada ascendente. En ese mismo instante vio una mancha marrón acercándose por su izquierda.
Con todo su peso contra la espada, el cuerpo lanzado en la entrada a fondo, no pudo pararse.
Sólo pudo ver con horror que María aparecía entre ellos, tapando el espacio donde había estado la parte izquierda del pecho de Esteban, a donde ella creía que apuntaba Fabien.
María miró a Fabien y vio el horror reflejado en su cara.
Demasiado tarde; el francés ya no podía detener su embestida. Su estoque se clavó en el hombro de María.
Esteban la oyó gritar cuando la punta de su espada cubría los últimos centímetros, incapaz de impedir el giro de su muñeca, que desvió la punta diez centímetros hacia dentro.
Fabien intentó apartarse con un giro, pero no pudo impedir la certera estocada. La punta le atravesó la casaca y se hundió en su cuerpo, deslizándose por una costilla...
Esteban tiró el estoque antes de completar el golpe mortal. Soltó el arma, que cayó con estrépito al suelo, y se precipitó a sostener a María.
Fabien trastabilló y se derrumbó contra la pared, resbalando hasta el suelo, una mano apretada contra el costado, el semblante más pálido que la misma muerte. Esteban depositó a María en el suelo y le extrajo la espada de Fabien, consciente de la mirada desesperada del francés. Sabía que no había tenido intención de herirla.
Victoria y Cesar llegaron hasta ellos como una exhalación. Esteban se armó de valor para enfrentarse a un ataque de histeria, pero Victoria se limitó a examinar la herida. Luego empezó a rasgar el volante de sus enaguas y ordenó a Cesar que le trajera el fular de Fabien.
Cesar se acercó con cautela, pero Fabien, moviéndose con debilidad, le entregó la prenda sin hacer ningún comentario.
La opinión de Esteban sobre Victoria mejoraba a pasos agigantados. Mientras sostenía contra el pecho a María, observó cómo improvisaba con eficacia una almohadilla y la ataba sobre la herida. La muchacha miró a Esteban con ojos interrogadores. El duque asintió con la cabeza.
—Vivirá —dijo.
Siempre y cuando recibiera los cuidados apropiados.
María se había desvanecido a causa del susto y el dolor. Cediéndole el sitio a Victoria, Esteban se levantó y se acercó hasta Fabien. Se agachó y recogió su estoque. Luego extendió un pañuelo y limpió la hoja.
Fabien no había apartado la mirada de María. Ahora la levantó hacia Esteban.
— ¿Le dirá que no tuve intención de que ocurriera esto? Esteban le sostuvo la mirada.
—Si no lo sabe ya...
Esteban cerró los ojos y se estremeció.
—Sacre Dieul ¡Mujeres! ¡Las cosas que hacen...! —Hizo un gesto de dolor, pero continuó con voz débil—. Ella siempre ha sido impredecible. Esteban murmuró tras una leve vacilación:
—Se parece mucho a usted... ¿no lo ha pensado nunca?
—Mais, oui... Por supuesto. Conspira, trama y piensa con rapidez, aunque apenas llega a nuestro nivel.
Esteban resopló de incredulidad. Miró a su antiguo enemigo y supo que la herida que le había infligido le ocasionaría dolores e incomodidades durante semanas. Se consoló pensando que eso, junto con todo lo que vendría, era justo pago por todo lo que María había sufrido; que, con independencia de sus deseos, no podría exigir una retribución física mayor.
—Usted y sus juegos... Hace años que yo los dejé. ¿Por qué persiste usted? Fabien levantó la mirada y se encogió de hombros... Otra mueca de dolor.
—Por hastío, supongo. ¿Qué otras cosas hay para alegrar la vida? Esteban meneó la cabeza.
—Es usted un idiota.
— ¿Idiota? ¿Yo? —Fabien intentó sonreír, pero el dolor se lo impidió. Volvió a cerrar los ojos con fuerza, pero todavía pudo inclinar la cabeza hacia donde estaba tendida María—. Según parece, no soy yo quien ha sido pillado en la más antigua de las trampas.
Esteban lo miró y se preguntó si mencionarle que él había sido atrapado en la misma trampa muchos años atrás. Pero en el caso de Fabien no había habido un final feliz, sólo una prolongada y cada vez más profunda pena. Su adèle había resultado demasiado débil para tener hijos, y ahora estaba agonizando. El persistente enfado de Esteban empezó a diluirse. Rehusando tocar el tema o mencionar que conocía su secreto, tan celosamente guardado, envainó el estoque. Miró a María.
—Hablará la sangre, supongo. Fabien arrugó la frente y le miró. Esteban no se dignó explicarse. Fabien volvió a mirar a los otros.
—He de saber una cosa. Qué propiedades son más grandes, ¿las de ella o las suyas?
—Las mías.
Fabien suspiró.
—Bueno, ha ganado este asalto, mon ami. —Su voz se debilitó; cerró los ojos—. Pero todavía tiene que conseguir la libertad, hágala feliz que es lo que su madre quería—Sus facciones se relajaban y perdió el conocimiento.
Agachándose, el duque examinó brevemente la herida de Fabien; comprobó que era delicada, pero que su vida no corría grave peligro. Se incorporó y le hizo una seña a Cesar, señalando hacia una puerta al final de la galería.
— ¿Qué hay al otro lado?
Era la biblioteca. Dejaron a Fabien sobre una chaise longue delante de la chimenea apagada, manos y pies atados con los cordones de las cortinas y amordazado con su pañuelo. No tardarían en encontrarlo.
Volvieron junto a Victoria y María, que había recobrado el conocimiento y estaba muy dolorida. Cesar la examinó y luego se volvió hacia Esteban.
— ¿Qué haremos ahora?
El duque lo explicó rápida y sucintamente. Del silencio procedente más allá de las puertas, supusieron que la servidumbre no había oído nada.
—Pero si nos han oído, tú —señaló a Cesar— y Victoria acabáis de llegar con Fabien. Os había mandado llamar con presteza para encontrarse con vosotros en Montsurs, pero os retrasasteis, así que habéis llegado ahora mismo. Os ha ordenado a ambos que llevéis a María a París y se ha retirado, dejándolo en vuestras manos... Su deseo es que María parta inmediatamente. Y ha ordenado que no se le moleste porque le duele la cabeza.
—Una migraña. —La voz de María ascendió, débil pero nítida—. Es víctima de las migrañas; los criados saben que arriesgan sus cabezas si lo molestan cuando las padece.
—Perfecto. Tiene una migraña y os ha dejado con órdenes concretas de llevarnos a María ahora mismo. El «ahora», por razones que desconocéis, es vital; Fabien ha insistido en eso. —Esteban miró a María— No te sientes nada feliz por haber sido despertada para viajar a París. —Dirigió la mirada a sus pies, a los chanclos que se había puesto—. Baja las escaleras pisando fuerte, refunfuñando y con cara de pocos amigos. Si necesitas tapar algún sonido, llora. Parecerá que Victoria te sujeta, pero serás tú quien se sujete a ella. —Miró a María—. ¿Puede caminar, mignonne?
Ella asintió con la cabeza, apretando los labios.
Esteban aceptó su palabra. No se le ocurría otra manera de sacarla sana y salva de aquella fortaleza.
—Bon. —Miró a Cesar—. Así que es el momento de que pidas el carruaje. Baja a toda prisa las escaleras, haciendo ruido, y asusta a todo el mundo. No respondas ninguna pregunta sobre cómo has llegado hasta aquí... o quien eres, Haz caso omiso de las mismas. Has de mostrarte centrado en llevarte de aquí a Maria, tal como te ha ordenado tu tío. Si la servidumbre se muestra reacia, diles que Fabien está reposando en su dormitorio con una migraña... y sugiere que si quieren vayan a comprobarlo. —. Cuando te pregunten, compórtate como lo haría Fabien o yo o como lo haces siempre. Has estado ayudando a que Victoria se ponga en movimiento, pero ahora es María la que la acompaña, y quieres el carruaje ahora, para que no haya más retraso...
Cesar asentía con la cabeza.
—Sí, comprendo.
Esteban continuó, esbozando la última fase de su plan. Por último, palmeó a Cesar en el hombro.
—Ve, pues. Estaremos escuchando desde aquí y bajaremos cuando llegue el carruaje. Así evitaremos que María permanezca de pie más tiempo del necesario.
Cesar hizo un gesto con la cabeza y abrió las puertas de la galería. Se asomó fuera y, mirando hacia atrás, volvió a asentir con la cabeza y se marchó.
Escucharon sus pasos, confiados y firmes, debilitados a medida que se alejaba presuroso. Esteban se agachó junto a María, que le agarró la manga y le miró a los ojos.
— ¿Y usted? ¿Cómo se reunirá con nosotros? Esteban le cogió la mano y se la llevó a los labios.
—No tengo intención de volver a perderla de vista, mignonne. En cuanto estén en el coche, me uniré al grupo.
María asintió, reuniendo fuerzas para la circunstancia que se avecinaba. Aunque había sangrado abundantemente por la herida, y la sangre había calado la almohadilla, la capa era lo bastante oscura para disimularlo.
Oyeron el escándalo organizado por Cesar al despertar a gritos a los criados. El mayordomo se mostró reacio a obedecer sus órdenes, pero Cesar le trató con una arrogancia tan prepotente que hubiera hecho sentirse orgulloso a Fabien.
Consiguió el coche exigido. Desde las sombras del vestíbulo superior, Esteban y Victoria, con María apoyada entre los dos, observaban el frenético ir y venir de Cesar, tal como si estuviera esperando que apareciera Fabien para preguntarle con suavidad por qué no se habían puesto en marcha todavía.
Su temor resultó contagioso. Diez minutos después de que se hubiera enviado volando a un lacayo a los establos, el ruido de cascos preludió la llegada del coche. Esteban apretó los labios contra la sien de María, la sostuvo un momento más y finalmente se apartó.
— ¡Moveos! —les dijo.
María lo miró y luego, impostando mal humor, se puso a protestar, arrastrando los pies como si fuera llevada a la fuerza, sin soltar ni un momento a Victoria, que la aferraba a ella.
En el vestíbulo inferior, Cesar miraba hacia arriba.
— ¿Dónde estáis? —Preguntó a nadie en particular—. ¡Vamos!... ¡Vamos! —Empezó a subir las escaleras a grandes zancadas, hasta que María y Victoria aparecieron en lo alto—. ¡Aquí estáis! —Siguió subiendo. Llegó hasta Victoria y la rodeó para ayudar disimuladamente a María—. Al coche, venga. No cause más problemas. No querrá que baje el conde, ¿verdad?
Al bajar las escaleras, María jadeó y se tambaleó.
Victoria la sostuvo con fuerza y protestó con más vehemencia, un tanto jadeante por los apuros de Cesar.
Esteban rezaba, observando desde arriba entre las sombras. Vio que María levantaba la cabeza, un movimiento casi imperceptible. Siguieron bajando.
El mayordomo todavía parecía inquieto. Miró a Maria, que agitó la mano con impaciencia.
— ¡Tenemos que partir inmediatamente! —Su voz sonó aguda, dificultada por el dolor, aunque el servicio lo interpretó como irritación.
Fue suficiente. Como una exhalación, les dejaron expedito el camino, abriéndoles solícitos la puerta de par en par, congregándose después en el umbral para observar cómo, abrazados, los tres bajaban los peldaños de la entrada.
El repiqueteo de los cascos contra los adoquines del patio delantero ocultó los pasos de Esteban. Bajó con rapidez los escalones, deslizándose a continuación entre las sombras. Todo el mundo estaba en el porche delantero; estirando el cuello, sólo podía ver el coche. La sincronización iba a ser vital.
La primera que subió fue María, seguida por Victoria. Cesar puso el pie en el estribo, se volvió hacia el mozo que se aferraba a la percha en la parte trasera del coche, le dijo que bajara y, al mismo tiempo, hizo señas al lacayo para que levantara los escalones y cerrara la puerta del coche. Perplejo, el lacayo obedeció, mientras Cesar se dirigía a la parte trasera del coche para hablar con el mozo.
Entonces Esteban salió por la puerta principal, con confianza, dando grandes zancadas, los tacones de las botas repicando contra el suelo de mármol. Asustados, el mayordomo y sus subalternos, todos con ropa de dormir, giraron en redondo prestos a inclinarse servilmente ante su amo.
Los ojos se les abrieron como platos y las mandíbulas se les desencajaron.
Esteban miró a todos con altivez y pasó por en medio sin desviarse. Se replegaron, sin atreverse a preguntar nada.
Siguió caminando con presteza, bajó los escalones con su habitual zancada, acortando la distancia que le separaba del coche. Se cruzó con el lacayo que, confundido, regresaba a la casa. Fue consciente de que el hombre se giraba y aminoraba el paso para observarlo. Los demás seguían congregados en el porche, haciendo otro tanto, desconcertados por lo que estaba sucediendo y sin saber qué hacer.
Esteban vislumbró el semblante pálido de María a través de la ventanilla del coche. Lo habían conseguido; estaban fuera.
Con paso decidido, lanzó una mirada a Cesar y le hizo un gesto con la cabeza. Cesar se volvió hacia el mozo.
Esteban llegó al coche y con un ágil movimiento trepó al pescante. Sorprendido, el cochero se volvió hacia él. El duque le arrebató las riendas y le dio un empellón, lanzándole sobre el césped al otro lado del coche.
A continuación arreó los caballos y el coche arrancó como una exhalación. Echó una rápida mirada atrás, vio al mozo despatarrado en el suelo y a Cesar aferrado en el puesto de aquél.
Miró al frente y fustigó los caballos. Oyeron gritos y exclamaciones procedentes del porche, pero los sonidos no tardaron en desvanecerse cuando el coche tomó a toda velocidad la curva que conducía a la cancela.
La verja estaba abierta.
Otro carruaje se disponía a entrar.
Un cabriolé, con el caballo cubierto de sudor. Esteban esbozó una sonrisa al reconocer al cochero del cabriolé y al pasajero que se aferraba al pasamano y señalaba con horror al carruaje que se les venía encima.
El cabriolé atravesó la cancela. La anchura del sendero no permitía el paso de más de un carruaje. A la vera del camino había un estanque de patos.
Esteban fustigó los caballos y dirigió el carruaje directamente contra el cabriolé.
Louis aulló y tiró de las riendas.
El cabriolé resbaló y cayó por el talud hacia el estanque. Louis Svres salió volando, yendo a caer en el centro del estanque.
El carruaje pasó rápidamente sin aminorar la marcha y traspuso la cancela.
Dentro del coche, María oyó los gritos e, ignorando las punzadas de dolor, se obligó a abrir los ojos. Miró a través de la ventanilla y vio a Louis jurando al saltar del cabriolé para aterrizar en el fango.
Luego, la cancela de Le Roe pasó ante su vista como una exhalación, y ella supo que finalmente era libre. Ella y Victoria. Totalmente libres. Aquello fue como una droga que se propagó por todas sus venas. Sus párpados se cerraron.
En ese momento el coche dio un brinco al pasar por un bache. El dolor la atravesó y la oscuridad se levantó como una ola que la engulló.
Se despertó al calor, la suavidad y el consuelo de un lejano aroma a repostería. Pastelillos de frutos secos. Dulces. Sabrosas frutas confitadas.
Esos aromas la transportaron en volandas a la infancia, a los recuerdos de Navidades pretéritas. A la época en que vivían sus padres y los largos pasillos de Cameralle se llenaban de una alegría sin fin, de risas, entusiasmo y una paz ubicua y dorada.
Durante unos minutos flotó suspendida en el tiempo, visitante fantasmal que volvía para saborear pasadas alegrías. Luego la ensoñación se fue desvaneciendo poco a poco.
Pero la paz permaneció.
Inexorable, el presente la trajo de vuelta a su seno, recordándole que estaba famélica. Recordó todo lo ocurrido; sintió un dolor en el hombro, la rigidez y las limitaciones del vendaje.
Abrió los ojos y vio una ventana. En el alféizar había nieve; también entre las hojas de cristal y, sobre el vidrio, dibujos helados. Sus ojos se acostumbraron a la luz gris; miró más allá, hacia las sombras de la ventana... y de pronto vio a Esteban sentado en una silla.
La estaba observando. Como ella no dijo nada, él le preguntó:
— ¿Cómo se siente?
María parpadeó y respiró hondo. Soltó el aire con lentitud, aliviando de paso el dolor.
—Mejor —dijo.
—Le duele el hombro todavía. —No era una pregunta.
—Sí, pero... —Se movió sobre la almohada con cuidado—. No es tan malo. Es razonable, creo. —Y arrugó la frente—. ¿Dónde estamos? —Levantó la cabeza—. ¿Y victoria?
Los labios de Esteban se curvaron ligeramente.
—Está abajo, con Cesar. Se encuentran bien y a salvo. —Acercó la silla a la cama.
María extendió la mano; el duque la apretó entre las suyas.
—Así que... —Todavía estaba confundida, aunque indescriptiblemente aliviada por el calor de aquellas manos—. ¿Todavía estamos en Francia?
—Oui. No podíamos ir muy lejos, de manera que reajusté nuestros planes.
—Pero... —lo miró con los ojos entrecerrados— debíamos habernos dirigido directamente a Saint—Malo. Él le dirigió una paciente mirada.
—Usted estaba herida e inconsciente. Envié un mensaje al barco y vinimos aquí.
—Pero Fabien nos seguirá.
—Sin duda, pero enviará su gente a Saint—Malo o a Calais. Buscará en el norte, imaginando que hemos tomado esa dirección. En cambio, hemos venido al sur y lejos de la costa.
—Pero... ¿cómo volveremos a Inglaterra? —Se incorporó trabajosamente contra las almohadas, aguantando el dolor punzante—. Usted tenía que volver para las Navidades... para su reunión familiar. Y si Fabien nos está buscando, no podemos permanecer aquí. Debemos...
—Mignonne, por favor, cállese.
Cuando obedeció, indecisa, Esteban continuó:
—Todo está arreglado. Cuando estemos listos para partir, mi barco nos estará esperando en Saint—Nazaire. Estaremos en casa a tiempo para la Navidad. —Sus ojos, muy azules, le sostuvieron la mirada—. No hay nada que pueda hacer, sólo recuperarse. Hasta entonces no podremos irnos. ¿Hay algo más que quiera saber?
Ella lo miró, reflexionando sobre la aspereza que había teñido su tono.
Suspiró y le apretó la mano.
—Soy una mala experiencia, ¿verdad? Esteban gruño.
—Me ha quitado unos cuantos años de encima. Y a Fabien. María frunció el entrecejo, recordando.
—No pretendía herirme, ¿verdad?
Nunca pretendió hacerle daño. A ninguna de las tres, las ama demasiado para eso.
— Pero... —Buscó en el rostro de Esteban y la mirada se le aclaró—. ¿Fue una estratagema?
—Muy cruel, quizá, pero sí... Era la manera más segura de conseguir que usted hiciera lo que él quería.
Esteban advirtió que los pensamientos de ella retrocedían, que recordaba y recapacitaba. María meneó la cabeza.
—Es un hombre extraño.
—Es un hombre insatisfecho. —Al mirarla, tendida en la cama, Esteban supo que era verdad. Comprendió lo que costaba satisfacer a los hombres como él y Fabien.
María lo miró.
—Todavía hay algo que no sé... Cuénteme cómo se hizo con su daga. Esteban sonrió. Miró la mano de María, que reposaba entre las suyas. Entrelazó los dedos con los de ella, que se los llevó a los labios para besarlos suavemente.
—La gané —levantó los ojos hacia los de María— la noche en que usted y yo nos vimos por primera vez.
María pareció perpleja.
—Vraiment? ¿Ése fue el motivo de que anduviera detrás de los zarcillos de Collette?
—Oui. Le gané una sustanciosa suma de dinero al hermano pequeño de Fabien, así que éste me localizó para exigirme un desquite. Nosotros los ingleses éramos conocidos por nuestras disparatadas apuestas. Fabien manipuló la situación para que yo no pudiera negarme, al menos no sin desprestigiarme. Sin embargo, no esperaba que yo volviera a la mesa de juego y exigiera la daga para cubrir mi apuesta. Se había hecho acompañar por gloriosos caballeros de Francia... y ante ellos, tuvo que aceptar, ya que su honor estaba en juego y que la dama en cuestión no lo amaba.
—Pero envió aviso al convento.
—Naturalmente. Sabía que lo haría. Simulé estar borracho y me fui dando tumbos a mi hotel... y de allí directo al convento. —La miró a los ojos—. Para conocerla a la luz de la luna.
María sonrió, no sólo con los labios, sino también con sus ojos de peridoto, ya despejados de preocupaciones. Había más color en sus mejillas que al despertarse. Esteban le dio un apretón en la mano y se levantó.
—Bon. Puesto que ya está despierta y tranquila, iré a buscar a Victoria y le diré a la mujer del posadero que está preparada para comer. Su sonrisa era todo cuanto esperaba Esteban.
—Gracias. —Con cuidado, se incorporó para sentarse; él la ayudó—. Comeré y luego podremos marcharnos.
—Mañana.
Lo miró y luego miró por la ventana.
—Pero...
—Comerá y descansará y recuperará fuerzas. Si está bien por la mañana, partiremos.
María le sostuvo la mirada y leyó su determinación. Así pues, suspiró y apoyó la espalda en las almohadas.
—Como os plazca, excelencia.
—Por supuesto, mignonne... Se hará exactamente lo que yo disponga.
Así fue, naturalmente. María se preguntaba si alguna vez conseguiría acostumbrarse a la sensación de ser arrastrada por una voluntad más poderosa que la suya.
El resto del día transcurrió apaciblemente. Por la tarde, se levantó y se aventuró escaleras abajo para visitar la pequeña posada familiar, que Esteban había encontrado en un rincón del valle del Sarthe. Por las cercanías no pasaba ningún camino principal y la familia estaba agradecida por sus huéspedes. María estaba segura de que ignoraban que estaban alojando a un duque inglés y a una condesa y una duquesa francesas.
Tenían la posada para ellos solos; una nevada reciente había reducido las actividades del exterior a lo estrictamente necesario. El salón de la posada era cálido y acogedor, y resultaba placentero sentarse junto al fuego, al lado de Esteban y contemplar cómo jugaba al ajedrez con Cesar.
Quedaban sólo unos pocos días para la nuit de Noel y la posada rebosaba ya de una atmósfera de calma y de paz, con una promesa de dicha. Cuando se sentó junto a Esteban, María se encontró libre de preocupaciones e inquietudes; por primera vez desde la muerte de sus padres, se sintió libre para relajarse y disfrutar, libre para dejar que la paz y la esperanza de dicha fluyeran seguras y le inundaran el alma.
Al cerrar los ojos, sintió manar en su interior la promesa de aquellos días.
Al día siguiente insistió en que se encontraba bastante bien para viajar. Esteban la estudió con ojo crítico, pero acabó consintiendo. Después de un copioso desayuno, se pusieron en marcha a través de la nieve derretida y descubrieron que el camino se iba despejando a medida que avanzaban hacia el sur. Llegaron a Saint—Nazaire a última hora de la tarde. El barco de Esteban estaba fondeado en el muelle, cabeceando; con alivio para todos, lo divisaron desde los acantilados que se levantaban sobre la ciudad.
Embarcaron y las velas fueron izadas. Y así, la estilizada nave puso rumbo a casa.
Fue una travesía sin incidentes, gran parte de la cual transcurrió para ella en el camarote de Esteban. Si fue alguna treta para hacerla descansar o, como María sospechó cada vez con más convicción, una reacción tardía ante el peligro en que él la había visto, el caso es que aquellas horas se llenaron de una pasión cálida, más posesiva y abierta que cuantas le habían precedido.
Sus advertencias de que Victoria y Cesar ocupaba el camarote contiguo surtieron poco efecto en el duque, que a pesar de su pasión no la tomaba aún como mujer nuevamente. Cuando se encontró en cubierta con su hermana, que paseaba en la quietud del anochecer, ésta se limitó a esbozar una sonrisa bastante cómplice, y la abrazó.
Que su hermana no iba a vivir intimidada por Cesar era evidente; él la trataba con indulgencia y amor, y Victoria reía y le tomaba el pelo. María los observaba con el corazón pictórico, por fin su hermana había encontrado la horma de sus zapatos y se veía feliz con su marido.
Tras un día y otra noche, el velero fondeó en Edimburgo con la marea de la mañana. Un carruaje les estaba esperando. Después del desayuno, con ambas hermanas arropadas en pieles y chales de seda, emprendieron la última etapa de su viaje al hogar de Cristina.
A medida que los kilómetros se desvanecían bajo los cascos de los briosos caballos de Esteban, María pensó en la noción de hogar. ¿Cameralle? En realidad, había abandonado el hogar de su infancia hacía tiempo. ¿Le Roe? Aquella fortaleza nunca había sido un hogar, no en el sentido de un lugar de consuelo, un sitio al que volver al final del viaje. Un lugar de satisfacción.
¿seria San Román Place cuando llegaran a Inglaterra su hogar?
Su corazón decía que sí, aun cuando su mente todavía dudaba. No de él, pero, a medida que atravesaban camino a la hacienda, no pudo ignorar el hecho de que ambos, él y ella, encarnaban posiciones que afectaban a algo más que a sus individualidades.
Familia. Sociedad. Política. Poder.
El mundo de Esteban y el suyo. Se había equivocado al imaginar que podría escaparse alguna vez; ese mundo estaba en su sangre tanto como en la de él.
El carruaje giró y ella miró hacia fuera, mientras accedían con estrépito a una plaza elegante. Los caballos aminoraron el paso y se detuvieron ante la entrada de una impresionante posada.
María miró a Esteban.
Él le sostuvo la mirada y dijo:
— Nos detendremos aquí media hora. Hay asuntos que requieren mi atención; continuaremos en cuanto los haya atendido.
María sintió alivio ya que estaba ligeramente desaliñada. Esteban la condujo por la escalinata, mientras Cesar hacia lo mismo con Victoria. El día era sombrío y lúgubre; en el vestíbulo ardían unas antorchas que iluminaban el tragaluz.
—Mignonne, si me dice sin más lo que piensa, funcionaremos bastante mejor que si se limita a dejar que lo adivine. Ella lo miró con el entrecejo arrugado. El siguiente suspiro de él fue menos paciente.
—Vuelve a estar preocupada... ¿Sobre qué?
María parpadeó, reprimió una sonrisa y, retirando las manos de las de Esteban, caminó hasta la ventana, que dominaba una extensión de césped. Los arbustos que la rodeaban estaban húmedos y brillantes, tachonados de llorosas gotas de lluvia.
Le debía tanto al duque... Su libertad, y la de sus hermanas. Estaba más que deseosa de entregarle el resto de su vida en recompensa; de soportar sus modales autoritarios, de someterse a aquella posesividad que le caracterizaba. Sería lo menos que, en justicia, podía darle a cambio.
Sin embargo, quizá le debiera aún más.
Algo que sólo ella podía concederle.
Quizá también le debía la libertad de él.
—Hace tiempo, usted dijo que había una pregunta que no me haría hasta que yo estuviera preparada para darle una respuesta. —Levantó la cabeza e inspiró hondo sorprendiéndose de sentir tanta presión en el pecho—. Deseo que sepa que entendería si ya no sintiera realmente el deseo de hacerme esa pregunta. —Levantó una mano para impedir que la interrumpiera—. Soy consciente de que debe casarse, pero hay muchas mujeres que podrían ser su duquesa. Mujeres ante quienes usted no estaría obligado como lo está conmigo. Como yo lo estoy con usted. Contempló el jardín, obligándose a decir, con voz tranquila y nítida:
—Usted nunca quiso casarse, quizá porque jamás ha deseado estar atado, como lo estará si lo hace. Si nos casamos, jamás será libre; las cadenas estarán siempre ahí, sujetándonos, uniéndonos.
— ¿Y usted qué? —La voz de Esteban sonó profunda—. ¿No estará igualmente varada, igualmente atrapada?
Los labios de María se curvaron levemente.
—Ya conoce la respuesta. —Lo miró y encontró su mirada verde—. Independientemente de que nos casemos o no, siempre seré suya, nunca me liberaré de usted. —Y añadió—: Y lo prefiero así.
La declaración —y su oferta de libertad— pendió entre ambos. María respiró con lentitud y volvió a mirar el césped, los arbustos brillantes.
Esteban la contempló, inmóvil; al cabo de un momento. María notó que se acercaba. La rodeó con los brazos y apretó. La abrazó e inclinó la barbilla contra su sien.
Luego, en voz baja, habló:
—Ningún poder sobre la Tierra podría hacer que la abandonara. La fuerza que gobierna los cielos jamás me dejaría vivir sin usted. Y eso no quiere decir como duque y amante, sino como amantes cotidianos: marido y mujer. —Aflojando la presión, la volvió hacia él y la miró a los ojos—. Es la única mujer con la que he pensado en casarme, la única que puedo imaginar como mi duquesa. Y sí, me siento encadenado; y no, no noto la diferencia, pero por usted, por el premio que supone tenerla como esposa, llevaré esas cadenas encantado.

Tres Destinos (completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora