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Me palmeó el brazo y dijo con acento español.

—¡Pero no es tan malo, colega!

—No me hace la puta gracia —dije quitándole sus dedos de un manotazo.

—Es que no lo estás pillando.

—No lo quiero pillar.

—Ven sígueme, te lo contaré en el camino.

 Meneé la cabeza y me planté en mi lugar. No quería ir con ese demonio, ahora los demonios no me parecen tan malos, digo, son lo más molesto que existe en el universo, sobre todo si tienen que torturarte, pero a demonios sindicalistas no puedes cogerle mucho odio. Sí puedes odiarlos y desearles el mal, pero no mucho.

 Aunque era la primera vez que veía uno y tenía que admitir que estaba un poco asustado y me sentía expuesto por el hecho de que estaba desnudo. Creí que podría liberarme rápido de él, pero era como pisar un chicle: una vez que lo encuentras no lo puedes retirar.

 La bondad de los ojos del vejete se desvaneció.

 —Si no vienes usaré tu estúpida piel como alfombra —amenazó señalándome rígidamente.

 —Es demasiado suave, te resbalarías —respondí tratando de que no se diera cuenta de que lo estaba siguiendo y le hacía caso.

 Noté que sus ojos habían brillado rojizamente cuando dejaron de arder. Tragué saliva. El golpe de valor e indiferencia hacia mi vida se me había ido, ahora era como todos los demás desafortunados: me preocupaba lo que podría pasarme.

—Le gente tiene una mala opinión de los demonios ¿Sabes? —comentó afablemente.

—Ahora sí —interrumpí su charla—. ¿A dónde vamos?

—Al río donde nos espera tu demonio personal de tortura.

—¿Mi qué?

El anciano rio.

—Ay, Asher, a veces creo que existes para divertir a los demás.

—Ya somos dos.

La infernal suerte de Asher ColmDonde viven las historias. Descúbrelo ahora