Estaba lloviendo a raudales.
Me encontraba en el taller de un grupo de apoyo para alcohólicos que impartía el sacerdote Abdías. Se daba en la biblioteca comunitaria pero no de nuestro pueblo, era en una ciudad a dos horas de mi casa. No había lugar en la iglesia local.
Estaba plegando las sillas que, habíamos usado en la reunión, con una mujer llamada Sabrina que había vivido en la calle por tres años y probado todos los alcoholes y drogas que el mundo tenía para ofrecerle. Incluso Coca-Colla de cereza. Ella llevaba sobria un año. Lo habíamos festejado con una tarta que yo había hecho para esa tarde y otros platillos que prepararon sus compañeros de rehabilitación, que no fueron competencia para mi tarta, claro está.
La celebración había concluido y una lluvia estruendosa se había desatado sobre el pueblo. Tan brutal que las gotas contra la ventana se oían como perdigones. Era un rumor atemorizador y a la vez acogedor. Ronaldo, un hombre joven que quería caerle a Sabrina, aprovechó la oportunidad de un nuevo tema de conversación y se acercó, con su trapeador, a nosotros.
—Sabía que llovería —dijo Sabrina, codeándome.
La miré y sonreí mientras tiraba en una bolsa de basura platos desechables. Ella continuó plegando las sillas y apoyándolas en fila contra la pared para luego guardarlas en el depósito de la biblioteca.
—Lo venían diciendo las noticias desde la mañana —explicó—. Era hora de que lloviera, así la tierra seca bebe un poco de agua.
—Al menos alguien bebe —dijo Ronaldo.
Esa broma de cuarta hizo que Sabrina se riera bastante.
Sin entender el amor de adultos me alejé de ellos, arrastrando mi bolsa de basura y recogiendo los desperdicios de otra mesa. Solo quedábamos el sacerdote Abdías, Ronaldo, Sabrina y yo. Fuimos los últimos en salir. Cerramos el lugar.
Abdías tenía llave porque había hecho la secundaria con el que dirigía la biblioteca y se albergaban mucha confianza. Nos agolpamos debajo de un alero para huir del agua helada, Sabrina compartió su paraguas con Ronaldo y juntos se fueron por un taxi, volteando para agradecernos por la linda noche, nos despidieron agitando su mano con energía.
La calle estaba desierta a excepción de nosotros y un impala rojo estacionado que escuchaba música a todo volumen Crocodile Rock de Elton John. De seguro la emisora estaba asesinando los oídos del conductor detrás del volante.
Pero no era cualquier conductor, al verme encendió el motor, atravesó la calle, las luces de su faro me cegaron por un instante y aparcó el auto frente a mí. La ventanilla oscura se bajó y me encontré a un chico pelirrojo, con un cigarrillo en los labios y abrigado bajo una campera de cuero que hacía que mi corazón latiera más energía que un reactor nuclear.
—¿Qué haces aquí? —pregunté a voz en cuello para hacerme oír sobre la música.
Él le bajó al volumen.
—Vine por ti, en mi corcel rojo —sonrió y acarició el volante.
Un montón de pensamientos bombardearon mi mente. El primero fue que a Gorgo le gustaban los problemas.
Tal vez porque él también era un problema.
Por suerte a mí me gustaban los problemas.
Ese auto era de su padre, lo había comprado de un desguace y lo estaba arreglando para venderlo a un precio alto. Su padre había prohibido terminantemente conducir ese vehículo, pero Gorgo tenía una debilidad por los autos rojos. Él decía que se debía a que lo llevaba en la sangre y que la bandera de Irlanda del norte tenía rojo. No había podido resistirse y en lugar de dar una vuelta por la ciudad había manejado dos horas para recogerme.
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La infernal suerte de Asher Colm
Teen FictionUn adolescente practicante de todas las regiones escapa del infierno para salvar a su sobrino de las fuerzas más oscuras del mundo: uno mismo. ✯✯✯ Morí violentamente. Pero lo cierto es que mi vida se había ido a la basura mucho antes de aquel trági...
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