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 Una noticia.

 Al igual que los neuróticos, los soldados de guerra y los adolescentes parranderos, los muertos, no podemos dormir.

 O eso creía. Porque estuve años llorando en mi escondite, terminó el domingo de jarana donde yo había conseguido mis zapatillas y continué sollozando. Me salté mi tortura de picar rocas para continuar teniéndome lástima ajena y nadie vino a buscarme.

 Lloré y lloré hasta que, de repente, caí dormido.

 Soñé con Selva y mi familia. Era un recuerdo.

 Había invitado a Gorgo a comer a una parrillada familiar. Fue un año antes de mi muerte. Teníamos dieciséis, era un viernes a la noche. Gorgo siempre iba de fiesta así que lo invité por compromiso, porque sabría que él preferiría ir a bailar que comer hamburguesas con mis tíos y escuchar a la abuela quejándose de política o a mis primas cantar karaoke.

 Aun así, mientras estaba con tía Denise y mi primo Beny, cortando verduras, escuché la campanilla de mi teléfono. No le di importancia y seguí hablando con Beny de todas las combinaciones graciosas que tenía su nombre:

 —Beny, vení acá ¿Nunca te lo dicen?

 —Las chicas de mi curso se ríen a veces, por ejemplo, cuando no les llega la regla dicen: No me veni —comentó Beny comiendo una rebanada de tomate y blandiendo el cuchillo con naturalidad.

 —Oh, eso es de mal gusto —comentaba tía Denise mientras yo me reía.

 Selva estaba disfraza de hada, ella decía que tenía once años y era mayor para esos juegos de niñas, pero lo había hecho por mi prima Doty, de cuatro años, que le suplicó que usara la maya de lentejuelas. Cuando Doty la vio no la reconoció, le pidió un truco de magia y la siguió hasta que se durmió a las siete de la tarde, siempre hacía eso en las reuniones familiares, despertaba para comer y volvía a dormir.

 Selva jugaba a espadazos con el sillón, blandía su varita y asestaba golpes en los cojines, tenía cara de aburrida, pero estaba seguro de que lo disfrutaba. Era un hada asesina.

 Como toda hermana menor, cuando escuchó la notificación se asomó al teléfono para meterse en mis cosas y leyó el mensaje en voz alta:

 —Llevo chocolates, bebé. Y mi foto autografiada para que la puedan colocar en el altar familiar.

 —¿Quién es? —pregunté, aunque sabía de quién se trataba, solamente quería aparentar indiferencia.

 —Gorgo —explicó Selva, agarrando su varita de hule nuevamente y aporreando el sillón—. Decía que venía para acá.

 —Uh, quién es Gorgo ¿Una chica? —se metió tía Denise dándome un cariñoso empujón con su flacucha cadera mientras rebanaba un pepino.

 Error. Una alerta se encendió en mi cabeza. Ella era la más cotilla de toda la familia, si quería contarle al mundo entero lo mucho que quería a Gorgo solo me bastaba con confesárselo a tía Denise.

 —Ejem... —carraspeó Beny.

 —Es mi mejor amigo, tiene una extraña forma de bromear —expliqué alejándome de la mesada y limpiándome las manos en un repasador.

 Me había ensuciado con jugo de tomate, o al menos esa fue la excusa que les dije para ir corriendo a mi habitación. Tía Denise no dijo nada, estaba pensando en algo mientras picaba lechuga, se la veía muy concentrada y seria. Beny me guiñó un ojo, le dijo a su mamá, tía Denise, que me acompañaría y los dos subimos con Selva persiguiéndonos.

 Mientras saltaba los peldaños de dos en dos, miré por encima de mi hombro y los entreví:

 —¿Qué hacen?

La infernal suerte de Asher ColmDonde viven las historias. Descúbrelo ahora