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Aterricé con el trasero sobre una piedra fría con una galleta en la mano. O al menos

daba toda la sensación de que era una galleta. A mi alrededor reinaba una oscuridad

absoluta, más negra que el carbón. Extrañamente, en lugar de sentirme paralizada por

el terror, no sentía ningún miedo. Tal vez fuera por las palabras tranquilizadoras de

mister George, o tal vez sencillamente porque para entonces ya me había

acostumbrado a los saltos. Me llevé la galleta a la boca (¡realmente deliciosa!), y luego

busqué palpando la linterna que llevaba colgada del cuello y me pasé el cordón por

encima de la cabeza.

Tardé unos segundos en encontrar el interruptor de la linterna. Luego vi las

estanterías de libros reconocí la chimenea (por desgracia, apagada y fría). La pintura

que había encima era la misma que había visto antes: el retrato del viajero del tiempo

con la peluca rizada blanca, el conde de no sé qué. Solo faltaban un par de sillones y

mesitas y, por desgracia, el cómodo sofá donde había estado sentada.

Mister George había dicho que me limitara a esperar hasta que volviera a saltar de

vuelta. Y posiblemente lo habría hecho si el sofá aún hubiera estado allí. Pero,

pensándolo bien, no hacía ningún daño si echaba una ojeada por la puerta.

Avancé tanteando con cuidado y me encontré con la puerta cerrada. Menos mal

que ya no tenía que ir al baño.

A la luz de la linterna revisé la habitación en busca de algún indicio del año en que

me encontraba: quizá hubiera un calendario colgado en la pared o colocado sobre el

escritorio.

El escritorio estaba lleno de papeles enrollados, libros, cartas abiertas y pequeños

cofres. El rayo de luz iluminó un tintero y unas plumas. Cogí una hoja de papel gruesa

y áspera, cuya escritura tenía tantas florituras que costaba de descifrar.

Muy honorable señor doctor —leí—:

Hoy he recibido su carta, que solo ha tardado nueve semanas en llegar. Uno no puede sino quedarse admirado por esta velocidad cuando piensa en el largo camino que ha recorrido su ameno informe sobre la situación de las colonias.

Sonreí.

¡Nueve semanas para recibir una carta! ¡Y la gente aún se quejaba de la

informalidad del servicio de correos inglés! Bien, al parecer me encontraba en una

época en que las cartas aún se enviaban con palomas mensajeras, o, mejor aún, con

caracoles.

Me senté en la silla del escritorio y leí unas cuantas cartas más, lo cual me pareció

una ocupación bastante aburrida. Además, los nombres tampoco me decían nada. A

continuación registré los pequeños cofres. El primero que abrí estaba lleno de sellos

con motivos artísticamente labrados. Busqué una estrella de doce puntas, pero solo

había coronas, letras imbricadas unas con otras y bonitos motivos florales. También

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