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—Manto: terciopelo veneciano forrado con tafetán de seda; vestido: lindo estampado

alemán, orlas de encaje de Devonshire y corpiño de brocado de seda recamado.

Madame Rossini extendió con cuidado las prendas sobre la mesa. Después de la

comida, mistress Jenkins había vuelto a llevarme al cuarto de costura. Allí me

encontraba más a gusto que en el austero comedor. En la pequeña habitación había

telas maravillosas por todas partes, y madame Rossini, con su cuello de tortuga, tal

vez era la única persona de la que ni siquiera mi madre podía desconfiar.

—Todo en azul uniforme con ornamentos en crema, un elegante conjunto de tarde

—continuó—. Y los correspondientes zapatos de brocado de seda a juego. Mucho

más cómodos de lo que parecen. Por suerte, tú y el palo de gallinero calzan el mismo

número. —Apartó mi uniforme de la escuela cogiéndolo con la punta de los dedos—.

Uf, qué horror, cualquier chica, por bonita que sea, tiene que parecer un

espantapájaros con esta cosa. Si al menos se pudiera acortar la falda a la moda. ¡Y ese

espantoso color amarillo orín! ¡Quien haya ideado semejante disfraz debe de odiar a

muerte a las escolares!

—¿Puedo conservar la ropa interior?

—Solo las braguitas —respondió madame Rossini. (Ella pronunciaba una especie

de braquitáss que sonaba muy simpático)—. No encaja con la época, pero no creo que

nadie mire bajo la falda. Y si lo hace, le das un buen puntapié que le haga ver las

estrellas. No lo parece, pero las puntas de estos zapatos están reforzadas con hierro.

¿Has ido al lavabo? Es importante que vayas, porque una vez que te hayas puesto el

vestido será difícil...

—Sí, ya me lo ha preguntado tres veces, madame Rossini.

—Solo quiero asegurarme de que todo vaya bien.

Yo no paraba de sorprenderme por la forma en que se preocupaban por mí allí y la

atención que prestaban a los pequeños detalles. Después de comer, mistress Jenkins

incluso me había dado un neceser sin estrenar para que pudiera lavarme los dientes y

la cara.

De entrada me había imaginado que el corsé me cortaría la respiración y me

presionaría el estómago repleto de asado de ternera, pero en realidad era sorprendente

cómodo.

—Y yo que pensaba que las mujeres caían desvanecidas una tras otra cuando se

embutían en estas cosas...

—Bueno, de hecho a veces pasaba. Primero porque lo ataban demasiado fuerte. Y

luego porque el ambiente podía cortarse con un cuchillo, porque nadie se lavaba y

solo se perfumaban —dijo madame Rossini, y sacudió la cabeza solo de imaginarlo—.

RubíDonde viven las historias. Descúbrelo ahora