Capítulo XIX

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—Em —aclaró su garganta —¿permiso para preguntar a dónde me llevas? —me dijo mientras caminábamos. Yo estaba sujetando con fuerza su muñeca.

—Permiso no concedido.

—Roooou —se quejó —es que no entiendes que yo no puedo adivinar si quieres mis órganos o algo así —rió.

—Claro, un traficador de órganos a quien ya incluso le has puesto un apodo —argumenté, orgullosa —suena bastante convincente.

—Traficante —corrigió.

—Sí, bueno, es que de la emoción no pienso bien —pensé en algo más convincente —además, hace mucho que no veo la palabra escrita, es trampa.

—¿Por qué trampa?, buscadora de pretextos —dijo, sarcásticamente.

—Que me corrijas, corregidor —reí.

—Rou suena a la onda —puntualizó.

—Y no lo niego.

—¿Te digo algo?

—No.

—Me siento como tu hijo pequeño mientras me llevas casi casi a rastras apretando con nada de delicadeza mi muñeca que necesita, obviamente, delicadeza. Mucha delicadeza.

—Oye, te dije que no me dijeras.

—No te estaba diciendo a ti, para que te lo sepas.

—¿Ah, no?

—No, a mi consciencia.

Reí —tu consciencia es la que piensa.

—Me caes mal, Rou Foreman.

—El sentimiento es mutuo.

—For men —dijo, entre dientes.

—¿Qué?

—Como el jabón, for men. Le quitas la e, y le agregas un espacio.

—Ya pensaré un apodo para ti, verás.

—Pero no sería mejor que el tuyo, te lo aseguro —se defendió, enorgullecido.

—Claro que síiiiii —me apresuré a decirle —Enyweis, me avisas cuando lleguemos a la plaza —le advertí.

—Ya la pasamos.

—¡Joe!, no bromees, hace mucho que no vengo acá, no me sé el camino.

—Bueno, ya, falta una cuadra. Pero llevamos, veámos —escuché el crujido de un papel —sesenta y uno por la calle 4, veintiocho por la avenida, y cuando giramos a la derecha después de la avenida llevamos diecisiete hasta ahora.

WOOOOOOOOOOOOW.

Los había anotado.

¡Agárrenme que me caigoooo!

—Ya llevamos veinte —me informó.

Seguimos caminando. No respondí, porque casualmente Joe siempre lograba dejarme sin palabras. Mi corazón casi casi salía de mi pecho.

—Veintiocho, y, llegamos. Vuelta a la izquierda para subirlos, a ver. Déjame ver. Dos, cuatro, seis, siete. Siete escalones.

Uno.

Dos.

Tres.

Cuatro.

Cinco.

Seis.

Siete.

De nuevo, no dije lo que es nada.

—Y bien, ¿ya puedo saberlo? —cuestionó, temeroso.

—Mamá solía ir, por lo regular, los domingos a visitar a los niños del orfanato. Y nunca fue con las manos vacías, recuerdo que siempre llevábamos cosas que a mí me gustaban —me detuve —no sé. Por ponerte un ejemplo, si ella compraba para mí un juguete, de tanto que yo lo disfrutaba, lo quería regalar. Si un caramelo me encantaba, quería regalarlo. Y así es como nunca se agotaba nuestra lista de compras. Había niños en particular, que sabíamos lo que ellos querían, así que para ellos el regalo no se modificaba, pero había otros que querían probar algo nuevo. Hablando de caramelos, desde luego.

—¿Desde cuándo no vas allá? —quiso saber.

—Ufff, creo que ya perdí la cuenta. Si te soy sincera, ni lo recordaba. Pero cuando sucedió todo aquello del accidente, ya sabes. Si teníamos como un mes sin ir.

—¿Y, cómo lo recordaste?

—Mamá me hizo recordarlo.

A diferencia de como lo imaginé, Joe no preguntó cómo. Él sabía que estaba a punto de llorar.

—Los milagros hay que hacerlos —me apresuré a decirle los créditos —eh, pero esa frase no es mía, es de mamá. No soy original, ya sabes.

—Y hay tiempo de sobra para ello.

Esperé que añadiera algo más, pero fue todo lo que dijo.

Llegamos a el pasillo de caramelos, y lo supe porque percibí el olor a ellos.

—¿Cuáles te gustaban? —me preguntó, mientras yo escuchaba el crujido de los empaques de celofán, y eso me indicó que Joe estaba hurgueteando en ellos.

—Casi no me gustaban los que eran bastante dulces. Prefería algo picoso, o algo ácido, aunque generalmente esos dos sabores vienen juntos. Lo dulce continuamente me empalagaba, y en el momento siempre juraba no volver a comerlos jamás —hice pausa —en cambio, los que eran sabor picante o limón, nunca de los nuncas me hacían sentir eso. Nunca me aburría de comerlos.

Hubo silencio, con precisión, no sabría decir de cuánto fue su duración, algo me dijo que estaba mirándome. Joe, me llevaba ventaja, porque, podía mirarme lo que quisiera sin que yo me percatara de ello.

¿Yo?, yo me desvanecía por tener esa ventaja.

—Eres rara —me dijo, entre risas.

—Claro que no lo soy, yo soy genial —le respondí, también entre burla. Modestamente.

—Raro es más genial todavía.

—Pues, si para esas vamos, ¿gracias por decirme un cumplido que generalmente se utiliza como ofensa?

—Raro es ser sin sinónimo —puntualizó —es impar.

Con Joe, a medida de que lo conocía más y más, yo sentía que todo lo que me ataba se rompía.


Agarré valentía de quién sabe dónde.

—Te lo agradezco mucho. Gracias —solté de sopetón —por..., rescatarme —balbuceé.

—¿Rescatarte?

—Yo me entiendo.

—¿Soy salvavidas?

—Algo así —le dije sarcásticamente. Pero la verdad, es que era mucho más que un simple "salvavidas". —Y, ¿qué hay de ti?, ¿cuáles eran tus dulces favoritos?

—Los tuyos.

Y entonces lo supe. Joe, por mucho, era mi par, así que ser raro no era totalmente impar. Era mi par impar que nunca me aburría.

Entonces pues, era mi dulce sabor picante par impar.



Una estrella que no se apagaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora