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Mis manos cayeron a los costados de mi cuerpo y las piernas me flaquearon haciendo impactar mis rodillas contra el duro suelo del centro comercial Starcourt. La sintonía del grito de Max y el mío se conectaron en un horrible chillido combinando varias emociones; que para nada parecían ser ninguna de ellas agradable. Su cuerpo extendido boca arriba en el frío suelo estaba frente a mi, y sin importar la sangre que amenaba de su torso lo abracé.
Mi llanto empezó a ser notorio, lo miré a los ojos, él parecía haberse dado cuenta.
—No llores, Candy.— Susurró torpemente, sonreí con la ternura y la tristeza juntas al escuchar el apodo que él me había puesto hacía tiempo.
Su mano a duras penas se desplazó hasta apartar un mechón de mi pelo que caía a un costado de mi cara y ponerlo detrás de mí oreja.
Aún recordaba cuando hacía aquello tiempo atrás. Siempre había sido un encanto conmigo, exceptuando cuando nos conocimos.
Recordaba cuando Billy siempre pasaba por los pasillos del instituto incordiando a cualquiera, un auténtico idiota. Pero por alguna razón las personas más cercanas a mi decían que a quien más se aferraba por molestar era a mi.
Claro estaba que no lo dejé pasar. En la clase de biología, en la que íbamos juntos, Hargrove se levantó sin más y salió de clase; algo muy común en él. Yo salí detrás pidiendo a la profesora permiso para el baño, una total patraña.
Corrí hasta quedar a unos cinco centímetros de la espalda de Billy y toqué su hombro. Una acalorada conversación se instaló un rato más tarde por mi parte, aunque a Billy parecía hacerle gracia todo lo que le decía.
Y de un momento a otro Hargrove y yo acabamos la discusión en la pequeña habitación que tenía el conserje con productos de limpieza...
Pasados unos días de aquello dejó de ser el mismo conmigo, era más amable, encantador y cuidadoso con sus palabras.
“¿Acaso hablamos del mismo Billy Hargrove?”
Comenzamos a salir meses más tarde, recuerdo que él jamás dejaba a penas que un chico me mirase, hablase o tocase si no era él. Decía que daba mucho cariño a las personas, que era muy dulce, como un caramelo, y así me empezó a llamar Candy.
Recuerdo esos pequeños paseos por la playa cuando me llevó a California, siempre acababa corriendo detrás detrás de mí entre risas, con esa sonrisa que tanto amaban las mujeres.
Recuerdo cuándo nos bañabamos en la playa por la noche, tal vez con una botella de alcohol en la mano y cantando a pleno pulmón las canciones que se escuchaban desde un club cercano.
Y ahora, perdida en las últimas memorias que habíamos compartido juntos lloraba, esperando que sucediera algo milagrosamente para salvar su vida.
Y lamentablemente no había podido ser así.
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Si veo que esto tiene el mismo apoyo que solía tener seguiré escribiendo.
