8.- Ansel - Parte I

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— ¿Y piensas seguir sin decirme tu nombre? —asevera Sheri, con tono desafiante—. ¿De verdad? Mira que, hasta la hora, aun no me lo has dicho.

— ¿Qué? ¿No te lo dije? —el extraño se hace el desentendido.

Sentados en una banca, la misma en que Sheri pasaba sus penas horas atrás, conversan ahora la joven y el ermitaño. Ya han pasado largas horas desde aquel almuerzo sostenido en el local del Trébol, al interior del centro comercial. Las calles están silentes, intransitadas y lejos del ajetreo del suburbio urbano, y comienzan, poco a poco, a ser iluminadas por la luz artificial del tendido eléctrico. Ella luce muy lejos de estar triste. Su rostro refleja un ligero cansancio, pero del bueno. Un cansancio provocado por la ajetreada tarde de incansables e incontables risas que ha sostenido. Sus ojos brillan alegres. El hombre luce muy contento. El hecho de ver la alegría generada en Sheri le provoca una satisfacción inmensurable.

— No te hagas —sostiene Sheri—. Tú mismo dijiste que, si veníamos aquí y te dejaba enseñarme esos juegos tuyos, me dirías tu nombre.

Sheri sigue viendo al hombre con tono certero y desafiante. Él levanta su mirada hacia la copa de un árbol cercano. Los árboles de la plaza mecen sus copas suavemente con la ligera brisa que refresca a esas horas, dejando caer los pétalos de alguna flor perdida de tanto en tanto. El ocaso del día está oscureciendo la villa con el paso de los minutos, dejando aun entrever, por momentos, halos de luz anaranjada que cruzan entre las hojas de los árboles.

— Es curioso —asevera el extraño—. Dijiste que estuve a punto de decirle mi nombre a tu amiga, pero yo, gracias a ella, me enteré de que te llamas Sheri. Quizás no hubiese sido tan mala idea dejar que ella me conociera primero.

— ¡Ah! —Sheri reacciona con cierto hastío—. Por favor. ¿Vas a seguir con eso? No me gusta relacionarme con extraños, eso es todo. Es normal que no te haya dado mi nombre antes. De cualquier manera, y aunque ya lo sabes, mi nombre es Sheri. Me llamo Sheri. ¿Ahora sí? —extendiendo la mano para saludar al hombre de un apretón— Mucho gusto.

Él la queda viendo un momento sin decir nada. Ella mueve su mano esperando a que él reaccione y se presente ante ella. Parece una acción boba, y, de hecho, lo es. Sin embargo, esta es la mejor forma en que Sheri puede dejar de sentir que tiene un resquemor hacia el ermitaño.

La ciudad, al oscurecerse, luce bellísima. La temperatura se siente agradable, sin estar demasiado fresco o caluroso, y el aroma del ambiente huele al suave rocío que cae sobre la tierra y las flores en el atardecer. El estrellado comienza a verse con más claridad en el cielo, y actúa como un vector que conecta la inmortalidad de los momentos en cada rincón de esta ciudad. Pero, transcurridos algunos minutos, en alguna otra parte de esta localidad, el tono del celular rompe la armonía pasajera de una caminante, al sonar de manera imprevista. Ingrid se detiene al instante y se apresura en sacar el teléfono del bolso, con un notorio rostro de ansiedad y preocupación. Tras unos momentos de hurgar entre las cosas de su bolso, logra dar con el aparato y, tras chequear la pantalla y deslizar el dedo sobre el táctil para aceptar la llamada, contesta con una voz que denota expresivamente el fin de una angustiosa espera.

— ¡Hasta que por fin me llamas! —exclama la veinteañera, mientras frunce su ceño y mantiene un tono que demuestra una clara molestia.

Mientras termina de acomodar el bolso colgado en su hombro, Ingrid levanta la mirada para mirar hacia la calle en busca de un transporte. La joven camina sola. La acera no luce muy agitada, sin embargo, por aquel sector aun transitan algunas personas, ya sean en parejas o en grupos. La noche está llegando llena de estrellas tras el término del atardecer, y el sol se ha ocultado tras el ocaso hace ya algunos minutos. El ligero boche del gentío tiende a perderse con el sonido del viento al remecer las copas de los árboles que ornamentan la calle, y, a su vez, permanece constante y armónico para el tranquilo anochecer de la ciudad.

El sueño de un ermitañoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora