I. Darle la vuelta al mundo

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Darle la vuelta al mundo - Calle 13

Existen un montón de cosas que uno tiene que hacer por el simple hecho de hacerlas porque son maravillosas: empacharse comiendo los postres más ricos; escuchar a algún abuelo contarte una historia que tuvo el placer de protagonizar; sentir el olor a la comida de mamá y el vozarrón de papá dándote la bienvenida después de tanto tiempo sin verte; buscar la complicidad de tu hermano para molestar a los mencionados anteriormente; tener un amigo que te haga reír hasta doler la panza y tener que correr al baño porque te haces pis; ir a una fiesta; tomar una cerveza y comer un choripán sentados frente al río; escuchar música un domingo a la tarde en una plaza vacía; formar parte de un equipo y ganar un torneo que los posicionó primeros en la tabla; aprobar un examen que pensaste que no ibas a poder contestar ninguna pregunta; dejar embadurnarse el cuerpo con huevo, harina y témperas cuando llega el último día de facultad; llorar de emoción por una película; llorar de emoción por que sí; llorar; enamorarse y sentir que el corazón te va a explotar haciendo eco en los demás órganos; abrazar fuerte a alguien para contenerlo o felicitarlo; sentir ese abrazo de contención o de felicidad; gritar un gol de tu equipo favorito en la cancha del club que crees tu segunda casa; escuchar que sos la primera palabra de alguien; dormir con lluvia; quedarse hasta tarde mirando una serie; ir solo al cine a la función del mediodía donde no hay nadie; adoptar un animal; tener un perro que te despierte a lengüetazo o un gato que se te siente en la espalda esperando a que abras los ojos; viajar; planear las vacaciones; preparar las valijas con una semana de anticipación; googlear los lugares que vas a visitar en ese nuevo lugar que elegiste conocer; armar una rutina que todos saben que se romperá el primer día; no dormir por la adrenalina; despedirse de las familias, reírse de la tía que va a rezar para que el avión no se caiga, el micro no choque y el barco no se hunda; e irse; despegarse de la rutina; conocer diferentes rincones; reconocer que no somos un ombligo y que el mundo está lleno de historias que quieren ser conocidas; escaparse del caos; buscar la paz.

Durante aquella primera noche de viaje, Peter está muy entretenido sacando fotos con su celular al paisaje que le regala la ventanilla del avión. Una azafata ya había avisado por intercomunicador que faltaban pocos minutos para aterrizar y por eso ya se ve la superficie con los límites de la ciudad y las casas dibujadas con puntos. Después de la foto número veinticuatro, codea a Agustín con la intención de mostrarle algo, pero al girar, lo encuentra durmiendo con la boca abierta y un hilo de baba cayendo por una comisura. Peter sonríe porque hay un plan maquiavélico gestándose en su cerebro, arranca una hoja de la revista que está en el sobre del respaldo del asiento delantero, hace un bollo y lo deja caer en su boca. Inmediatamente, Agustín despierta con tos, asustado y dando manotazos en el aire. La voz de la azafata interrumpe avisando que hay que abrocharse los cinturones porque están por despegar mientras Agustín se entretiene sosteniendo la cabeza de Peter y dándole pequeñas piñas en la espalda. Una segunda azafata, que recorre el pasillo para verificar que todos los pasajeros obedezcan las indicaciones, les exige que se queden quietos. Como si se tratasen de dos niños pequeños. Pero antes de que ella continúe su recorrido, desde el asiento delantero, Federico levanta una mano para preguntarle si puede pedirle otro vaso con café porque tiene la garganta seca, y Diego aprovecha para pedirle el número de teléfono. La naturaleza sabe ser sabia y por eso decide que es un buen momento para generar una turbulencia que obliga a los cuatro a posicionarse correctamente en sus asientos, sostenerse fuerte casi clavando las uñas en los apoyabrazos y, quizás, rezando para su fuero interno. Peter presiona los párpados porque le empieza a dar puntadas en la cabeza y, cuando vuelve a abrirlos, el avión está aterrizando en Brasil. Ah, y otra cosa que deben hacer solo porque sí, es conocer Brasil.

Federico está impaciente porque no llega su valija, mientras los demás esperan sentados a un lado con las suyas envueltas en un nylon protector. Se mueve de un lado al otro, le pregunta a demás turistas que están esperando cuánto puede faltar, pero el límite es cuando cree que se la robaron y va a buscar a alguien para que resuelva el no-hurto. Agustín grita cuando la valija aparece por la boca de la cinta deslizadora y Peter aplaude junto a Diego ante el reencuentro porque quizás sean lo suficientemente inmaduros para recrear cualquier momento en una anécdota divertida. Un muchacho alto, grande, moreno, calvo y con un cartel en lo alto en el que está escrito el nombre de Peter, los recibe al cruzar las puertas corredizas. Habla portugués y bastante castellano, así que no tienen problema para comunicarse. Él les da la bienvenida y ellos lo abrazan como si hubiesen consumido cinco botellas de cerveza, pero solo se trató de diez horas de vuelo con escalas en el medio. Marcelino les indica que esperen a un costado de la entrada para que él pueda buscar el auto con el que va a trasladarlos, así que aprovechan esos segundos para modificar la hora en sus teléfonos y mandar mensajes avisando que ya llegaron a destino. Marcelino les toca bocina cuando están entrenando su portugués precario y, al pisar suelo brasilero, el calor es tal que la ropa se les pega a la piel y sienten que se tapan las fosas nasales. La camioneta tiene aire acondicionado y logran recuperar la respiración, así que viajan tres horas más por tierra conversando con el conductor que les relata cuáles son las atracciones más lindas del país para los turistas, sacando fotos a todo paisaje que les regala las ventanillas, escuchando música y agradeciendo que haya wi-fi en el interior del vehículo. Es tal la adrenalina que ninguno de los cuatro puede descansar, así que llegan a Conceição de Jacareí con la garganta seca de tanto conversar, con mil preguntas para seguir elaborando y con la necesidad de saludar a todos con los que se cruzan solo para evidenciar que son turistas argentinos. Pero como, aparentemente, no fue suficiente con tres aviones y un auto, ahora también tienen que subir a una lancha que los dejará en destino. Diego busca sus pastillas para los mareos en el bolso y empieza a repartir porque, aunque nunca hubo descomposturas, siempre hay una primera vez para vomitar y desmayarse arriba de una lancha. Marcelino los saluda deseándoles buenas vacaciones, les recuerda que deben comunicarse al número que le escribió en un papel para que los espere el día de regreso al aeropuerto y se va riendo a carcajadas porque los cuatro le hacen una reverencia casi coreografiada. El conductor de la lancha los llama y, a medida que suben, les indica cómo deben colocarse los chalecos salvavidas. Es media hora más de un quinto viaje en el que se mueven al compás de la lancha, se despeinan, se mojan y continúan sacando fotos. Pero nadie se queja, nadie refuta nada, no importa que la cámara del celular se esté mojando ni que Federico tenga que acomodarse el pelo cada diez segundos porque el viento se lo cruza por encima de la cara; es que ya comenzaron sus tan ansiadas vacaciones. 

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