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Apagó el celular.
Nevaba.Don dejó caer sin cuidado un modelo de celular viejo sobre su banco, con rabia. Con su carcaza amarilla característica y la eterna, borrosa, rayada pegatina azul de su equipo de natación, el pobre artefacto tenía la pantalla tan quebrada como adolescente en una fiesta, los botones tan hundidos como un artista en depresión, y a veces se apagaba involuntariamente, por lo que había que volver a encenderlo con una lapicera, clavándola en los botones de los costados. Era, efectivamente, tan desastroso como todos los útiles que se desparramaban en su banco: las lapiceras, las gomas, los cuadernos de clase... Todos ellos tenían en común una cosa: su dueño. Si sus compañeros de clase identificaban al instante a quién le pertenecía cada objeto perdido —en sentencias completadas con un suspiro de su nombre—, era porque todo aquello que pasaba por sus manos recibía una transformación. Convenía no prestarle nada, porque nunca volvería en iguales condiciones: los lápices estaban mordidos, las gomas atravesadas, los cuadernos doblados y las hojas rotas de par en par... Esa obsesión era como un tic nervioso que no lo dejaba tranquilo nunca, como si descargara toda su furia, obsesión, miedos y estrés en algo que no pudiera defenderse de vuelta. Fuera como fuese, Don pasó sus dedos de uñas pintadas por su cabeza con desesperación, se levantó de su banco abarrotado y se asomó por la ventana abierta del aula, sin preocuparse por el frío enhielado que le quemaba las palmas de las manos.
Suspiró profundamente, se volvió a sus dos amigos, y chasqueó la lengua.
—La cagué —dijo, y su voz se extendió por todo el salón.
Ya casi era mediodía.
Afuera de las aulas vacías, los alumnos respiraban por ultima vez el aire fresco del patio, esperando que, de alguna manera, la campana que los arrastraría de vuelta a sus aulas no sonara nunca. Las últimas horas siempre eran las peores, la mayoría de las veces. Sabían bien que el tiempo no esperaría a nadie, y aprovechaban esos minutos finales para devorar una bolsa de papas entera, chismear con sus amigos, descansar a pierna larga sobre los bancos mojados de la pequeña plaza, y resbalar en las barandas de las escaleras congeladas que recibían las puertas del colegio, que más que ayudarte a subirlas, te hacían retroceder dos pasos por cada tres. Hacían dibujos en la nieve, tarareaban, y le devolvían la mirada al chico moreno y misterioso que los observaba por la ventana. Algunos lo conocían, y lo saludaban con la mano; otros no.
Aunque no podía importarle menos. El eco de su voz terminó de dar vueltas y volvió a soplarle los oídos, sonando tan cansado como se sentía.
—Sí, ya estamos acostumbrados —Ray pasó la página de un libro cubierto de polvo acaudalado con el nombre dorado de Robin Cook estampado en la portada, sin mirarlo—. ¿Ahora qué hiciste?
—Jo.
—¿Vas a decirnos o no?
—¡La cagué! ¿Es que no escuchaste? La cagué, y me acabo de dar cuenta de que soy un gran estúpido. El peor estúpido. Un terrible estúpido... —Don sacudió su cabello con ambas manos y soltó un gruñido de frustración.
—Wow. Cuántas revelaciones. Debe haber sido muy impactante para tí...
Phil soltó una carcajada y dejó momentáneamente de balancear las piernas en el aire, sentado en el banco de su amigo.
—No seas malo, Ray.
Habían pasado varios minutos desde que había llegado allí.
Siempre, antes de que tocara la última campana, Phil tenía la costumbre de juntarse momentáneamente con sus amigos para saludarlos, para intercambiar chismes, resolver los ejercicios que estaban en el pizarrón y, hoy en particular, para felicitar a Ray por su magnífico partido y estrategia, un cumplido que el pelinegro había descartado rápidamente con una ligera sacudida. Por supuesto, no los había observado en primera fila, pero sí había visto fugazmente los videos que se estaban volviendo virales dentro y fuera del colegio, en todas las redes: "El icónico partido de ajedrez entre los dos grandes genios de Grace Field", también con otros títulos variados como "Chicos lindos jugando ajedrez" o"Edit Hot Boys Chess game". Habían sido muchos quienes había grabado, a pesar de que los celulares no estaban permitidos en el colegio. Pero, para su beneficio, el video tenía un título lo suficientemente sensacionalista como para dejarse pasar, y mejorar la ya buena reputación de la escuela. Grace Field, como siempre, volvía a destacarse por la excelencia de sus alumnos en todas las áreas, y por ser particularmente buena para poner verde de envidia las otras instituciones en todo Japón.
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Ruthless
FanfictionA los ojos de todos quienes la rodean, Grace Field no es más que otra institución igual a las demás: pulcra, oxidada, un poco altanera y vieja como ninguna otra en todo Japón. Tenía los mismos aparentes planes de estudio, las mismas rejas azules fin...