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Corté lentamente sus muñecas
y las coloque de adorno en la mesa de noche,
guardé cada diente blanco dentro de ese frasco vacío de mantequilla de maní
que quedó del desayuno,
sus dolores en bolsas oscuras
y las metí dentro del congelador
para así asegurarme de que permanecerían congeladas por siempre.

La ropa que usaba quedó manchada
y envuelta en el recuerdo asfixiante
de una soga gruesa. 

Utilicé mis manos
y una que otra herramienta
para darle fin a la existencia
de alguien
que se odiaba a sí misma
y que nunca encontraría la más mínima forma de quererse.

Rogó por su vida
cuando nunca supo cómo vivirla.

Se dio cuenta que no sentía empatía
ni por ella misma, 
del egocentrismo
y de la mísera alma que tenía.

Pero era muy tarde ya
y mi trabajo estaba más que hecho.

La obligué alejarse
de las falsas esperanzas que se encuentran en un amor efímero
y dejar cada una de sus inseguridades
en mis manos.

La soga gruesa cayó 
y su cuerpo permaneció completamente inmóvil.

Desapareció y ya nadie la recuerda,
excepto yo,
cuando la escucho gritar en mis sueños
llorando por una vida desperdiciada,
por millones de palabras que no dijo 
y que ahora están siendo comidas
por los gusanos.

Después de pasar todos estos años con las manos manchadas de sangre
y lograr enterrar cada parte de lo que una vez fui debajo de esa alfombra...
de lo único que me arrepiento
es tener que escuchar sus gritos tan fuertes.

He visto de cerca jugar a la muerte
sin descanso alguno
y ganando cada vez contra esta juventud tan cansada de vivir.
También vi el miedo que emitía su mirada al saber que la muerte tenía mi rostro.

De resto,
hago caso omiso
a todas las palabras que siguen adentradas en sus huesos 
y a cada uno de los nervios
que se encuentran en mi cocina
esperando que yo devore todas sus angustias.

Me convertí en una nube grisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora