primero.

77 8 7
                                    

Pasaban de las doce del mediodía y Minghao seguía durmiendo aún. Estaba enfermo desde hacía un par de días, así que Seungkwan les había pedido a las doncellas del chico que no lo despertasen, pues necesitaba reposo.

Fue cuando escuchó a alguien entrar a sus aposentos que se despertó. Los pasos de este eran lentos, firmes, se escuchaban bien. Por eso, aún sin mirar a la persona que osaba interrumpir su sueño, supo que se trataba de Junhui. Bostezó, y se removió entre sus sábanas. Después, tosió. Era una tos seca, áspera, que poco tenía que ver con el típico semblante dulce de Minghao.

Junhui hizo una mueca, y se sentó en una silla de madera, frente a la cama del enfermo. Lo miró, y suspiró. Después, observó el tapiz frente a él. La imagen del pueblo natal de su amigo se reflejaba en este. El padre de Seungkwan lo había mandado hacer en cuanto había llegado el chico, porque lo adoraba. Todos adoraban a Minghao, y era normal porque, en palabras de cualquier doncella, era el hombre más bueno del mundo.

— Minghao —llamó Junhui, tratando de que el menor de ambos le prestase atención.

Se incorporó sobre la cama, y se frotó los ojos.

— ¿Qué pasa? —cuestionó, reflejándose pereza en su voz, algo ronca por la carraspera. Tosió de nuevo.

— Soonyoung y yo lo hemos confirmado —el semblante de Jun era algo serio, lo cual, a decir verdad, no era muy normal en él.

— ¿De qué me hablas? —Minghao se revolvió un poco el cabello, y fue capaz de abrir los ojos por completo, adornados con unas ojeras casi preocupantes.

— Joshua.

— Lo acaban de coronar, ya lo sé, ¿y?

— Va a venir. A renovar el Tratado.

Un bostezo salió de nuevo de la boca del menor, y cerró los ojos por un momento.

— Pero que venga a renovar el Tratado de Carne y Sangre es bueno, Jun. Es una cuestión necesaria. ¿Qué tiene para que estés tan sumamente serio?

— Minghao, es Joshua. Y el rey de Sínsoca. ¿No sabes nada de lo que ha estado pasando estos últimos días?

El enfermo negó con la cabeza. Llevaba días mal, casi no salía de su cuarto, ¿cómo se suponía que se enteraría?

Junhui echó su cuerpo hacia delante, y apoyó sus codos sobre sus propias piernas. Resopló.

— Cuando impusieron el Régimen en Sínsoca, mucha gente se vino aquí, ¿recuerdas?

— Recuerdo eso, pero, ¿qué pasa?

— Que alguna de esa gente, que había hecho fortuna aquí, ha querido volver, para estar con sus familias. Y los han asesinado. A ellos y a sus familiares cercanos. Por culpa de Joshua. Una orden del rey, supuestamente por traición.

Hao suspiró, y escondió un momento su rostro tras las manos.

— Jun, si van a renovar el Tratado, eso no puede volver a pasar. Es una putada, pero se va a acabar.

— Joshua es un mal rey. Y no le gusta nuestro reino.

— El Tratado impide que nos haga cosas malas, confía un poco en eso.



Tzuyu acababa de salir de baño. Estaba envuelta en un fino albornoz de seda importada de algún país lejano. Se le transparentaba todo el cuerpo.

Joshua estaba en la cama, y ella se le acercó. Se colocó encima, y lo besó con necesidad. Él correspondió, agarrándole el trasero. Ella sonrió, y le mordió en labio. Con un movimiento rápido, el rey consiguió cambiar las posiciones, colocándose él encima de su esposa. La agarró de las muñecas, y se las colocó por encima de la cabeza.

Tzuyu se removió bajo él, y consiguió soltar sus muñecas del agarre. Odiaba que Joshua hicera eso, que intentara dominarla. Su naturaleza salvaje le impedía aceptarlo. Era ella la que tenía que dominarlo a él en la cama, no al revés. Pero a Joshua no le gustaba someterse, y menos ante mujeres.

— Eres gilipollas —pronunció ella, quitándose de debajo de su esposo. Fue hacio uno de los ventanales del cuarto, y observó las vistas por un momento. Suspiró.

Él no dijo nada. Se tumbó bien en la cama y se tapó con las sábanas. Estaba cansado, estresado, le hubiese venido bien desahogarse con un poco de sexo, pero Tzuyu era difícil. Había tensión sexual entre ambos, eso estaba claro, incluso antes de casarse. Pero no había amor. Y sexo tampoco, porque, aún a pesar de la atracción física, eran incompatibles. Ambos eran bestias, y no había más. En su noche de bodas, Joshua había intentado amarrarla. Al final, él acabó con arañazos por todo el cuerpo, por los intentos, victoriosos, de su esposa por zafarse, y con un golpe en la cabeza.

— Mañana por la mañana me voy. A Abdahía —comentó el rey, tras minutos de silencio.

— Es como una semana de viaje desde aquí. Lleva provisiones suficientes para los caballos.

— ¿Sólo para los caballos?

— Sí. Por mí como si tú te quedas sin comida. No me importa.

El monarca se dedicó a reír, observando el cuerpo ajeno, de espaldas a él, desde la cama, parándose en las curva de las caderas.



Rosé llegó a casa cuando Chan ya estaba levantado. Maldijo internamente. Le hizo el desayuno rápidamente al pequeño de once años, y lo observó comer. No tenía apetito. Le dolía el cuerpo, el toda su totalidad. Un cliente se había pasado de la raya con ella y, si alguien la viese desnuda, podría apreciar los azotes en su trasero. Se encontraba mal, y se fue a cama, a pasarse el día durmiendo. Chan, por su parte, pensando que su hermana estaba enferma, fue a la tienda de Yeonjung, a buscar plantas medicinales. Se llevó manzanilla y algunas hojas de eucalipto, y volvió a casa.

Una vez allí, calentó agua en un pequeño caldero, y la puso en una pequeña jarra de cerámica, en la que también colocó manzanilla. Le llevó la infusión a su hermana, al único cuarto que tenía la pequeña choza de madera en la que vivían ambos. Se la dejó al lado de la cama, y se fue a ayudar a Mingyu a la panadería, pues siempre le pagaba algo por ello.



— En una semana estará aquí, su majestad. Saldrá mañana por la mañana —anunció Wonwoo.

Seungkwan asintió.

— Bien. Es preciso renovar el Tratado de Carne y Sangre lo antes posible. No podemos dejar que sigan matando gente.

— Su alteza —comenzó Seokmin—, en mi opinión, no deberíamos dejar al rey Joshua venir. Es peligroso.

— Seokmin, hay que renovar el Tratado. Y es más sensato, al ser su señor Joshua de la casa Hong, su real majestad de Sínsoca, tan peligroso como vos decís, que venga él aquí, en vez de ir nosotros a su reino, ¿no creéis, Lee?

Los tres miembros del Consejo asintieron. El rey tenía razón.

El Tratado de Carne y Sangre se había firmado hacía veinte años, tras la Guerra de la Sal, llamada así por haber Sínsoca hundido barcos abdihenses cargados de sal, sólo para probar sus nuevas armas y cañones. El valor de la sal era incalculable, y por experimentar con sus "nuevos juguetitos", los sinsocanos hicieron perder muchísimo dinero a Abdahía, despojándolos, no sólo de la sal, sino también de muchos barcos comerciantes. La guerra había durado tres años, y había sido cruel y sangrienta. Los sinsocanos exhibían la piel de los abdihenses muertos en las calles, y había rumores de que bebían su sangre mezclada con alcohol, aunque eso sólo era una pequeña leyenda, probablemente mentira, que les contaban los hombres de la guerra a los niños. El Tratado de Carne y Sangre se había firmado en la frontera entre ambos reinos, y en él se acordaba que ambos reinos se apoyaran mutuamente, sin ningún tipo de disputa.

abdahía ,, seventeenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora