quinto.

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Si aquel día hubiese estado nublado, Joshua lo habría agradecido. Pero cuando llegó a Abdahía, el sol le abrasaba la piel bajo las ropas de cuero equino que se le adherían al cuerpo. Incluso llegó a pensar que las prendas se derritirían y se le pegarían a la piel, quemándola, fundiéndose con esta. Así de retorcida era la mente de la gente de Sínsoca.

Junto a su séquito de borrachos, el rey paró ante un bar cualquiera de la ciudad. El bar de Jeonghan.

Mientras que los consejeros más cercanos (adúlteros, sucios, con olor a alcohol y opio) bebían, Joshua le preguntó a Jeonghan dónde podría encontrar algún prostíbulo. Precisamente, había uno justo al lado. Y se dirigió allí, solo. Porque en Abdahía, podía hacerlo. En su propio reino era impensable. Estaba lleno de mercenarios.

En el prostíbulo, una chica hermosa, más bien bajita y de complexión delgada recibió al rey. A este le llamó la atención el cabello color zanahoria, así que, sin ver a las demás putas primero, la eligió a ella. Ambos caminaron hacia la sala privada y la tiró de un empujón en la cama. Ni siquiera sabía su nombre aún, pero no le importaba demasiado. Es más, en cuanto cerró los ojos y se introdujo en ella, sin cuidado alguno, se imaginó a su esposa. Ojalá aquellos alaridos, más de placer que de dolor, fueran de Tzuyu, y no de aquella prostituta. Deseaba a su reina, y deseaba el control. Pero siempre no cabían ambas posibilidades. A su vez, la odiaba con toda su alma.

Cuando llegó al orgasmo, se echó sobre aquel lecho de mala muerte, hecho de paja, que al menos era cómodo. Cerró los ojos por un momento, y pensó en todas las cosas que odiaba. Pero se paró en tres de ellas. Tzuyu. Abdahía. El rey Seungkwan. Y, con la primera no, pero con las dos últimas cosas, podría acabar.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Joshua a aquella mujer.

—Rosé.

—Bonito nombre, y buen parecer. Dime, Rosé, ¿ha venido alguna vez alguien de la Corte a pagar por tus servicios?

—No, nunca.

El rey sonrió, con socarronería.

—Hagamos algo. Te haré una oferta que no podrás rechazar —ella sólo se limitó a mirarlo, con expectación—. No creo que sepas quién soy, pero te lo diré. Soy Joshua, de la casa Hong, rey de Sínsoca. Y he venido a renovar un tratado. Antes de que lo preguntes, sí, tengo esposa. Y no, no la amo. Y no he ido a la boda del rey Seungkwan, que sé que es hoy, porque he venido con el único fin de renovar un Tratado estúpido.

—Y, su alteza, ¿qué planes tiene para mí?

—Te llevaré a palacio, ante el rey Seungkwan. Y te entregaré como pupila, así pensará que estoy completamente de acuerdo con el Tratado. Hazte pasar por una muchacha de Sínsoca, de alta cuna. Llévate bien con el rey, vuélvete cercano a él, sé su amiga y la de su nueva esposa. Y, cuando puedas, mátalo. Entonces, te haré mi reina.

Rosé se quedó estupefacta, sin saber qué decir, ni cómo reaccionar. Lo más sensato, sería declinar. Pero como reina, podría mantener mejor a Chan, podría darle una vida buena de verdad. Además, si dijese que no, probablemente la ejecutarían, al haberse abierto tanto Joshua a la hora de hablar con ella. Titubeó, pero sabía lo que debía hacer.

—Acepto.

El rey Hong la sacó del lupanar, y la vistió con las prendas de cuero típicas de su propia nación, satisfecho de lo convincente que pensaba que sería su plan.

En la noche, Seungkwan seguía festejando, con su nueva esposa, Bona, sus amigos y pupilos de su padre, Soonyoung, Minghao, y Junhui, también consejero. Estaban allí también Lee Jihoon y Lee Seokmin. Jeon Wonwoo no había ido al estar enfermo. Pero quien no se hallaba allí, era Hansol. Y eso Seungkwan lo odiaba, aunque entendía su ausencia.

—No quiero ver cómo besas a otra persona. Lo siento, Kwannie. Puedo vivir sabiendo que estás casado, que besas y te beneficias de una mujer. Pero no puedo verlo —le había dicho aquella misma mañana.

Bailó con su esposa casi toda la noche, hasta que, por tradición, comenzaron a gritarles a ambos que se fuesen a la alcoba. Allí, sí, tendrían relaciones, buscando descendencia, pero luego, el rey tendría que tener una charla seria, muy, muy seria con Bona.

—Querida —comenzó a decirle, abrazándola—, déjame decirte que eres preciosa, antes de nada.

—Vos también lo sois, su majestad.

—Por favor, tutéame —le pidió, soltando una risilla—. Bona, prometo ser un buen esposo, y hacerte feliz. Voy a consentirte, a pasear contigo agarrados del brazo por los jardines... Pero, he de decirte algo.

—Adelante.

—No puedo amarte. Y no es por ti, en serio. Mi corazón ya tiene dueño.

Y ella quiso llorar, pero se aguantó, porque comprendía, más o menos, la situación. Y no podría obligar a su marido a quererla.

abdahía ,, seventeenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora