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En un remoto pueblo sureño, hoy olvidado por la mano del hombre, una elegante casona se alzaba. Debido a sus tonos rojos y de oro, contrastaba con el eterno paisaje invernal, capricho de sus flamantes dueños, un matrimonio, herederos de una vasta fortuna, que había llegado para las fiestas de fin de año.

Al otro lado del pueblo, Carlo, un joven lugareño, se encontraba con problemas de dinero, y a punto de quedarse sin casa, se dedicaba a vender alfombras de puerta a puerta. Pero en un pueblo tan pequeño como ese, eran contadas las ventas.

Al saber de los recién llegados, con sus catálogos bajo el brazo, y armado de esperanza, fue a tocar su puerta. La señora, al ver sus diseños, quedó fascinada.

A la semana siguiente, Carlo cargaba el pedido: un juego de alfombras con diseños autóctonos, los más costosos de su catálogo, una fuerte nevada lo sorprendió en el camino. Corría el riesgo de estropear el paquete y tener que quedárselos. Al verse en esa situación, decidió arriesgarse y continuar, no podía darse el lujo de postergar la venta, no después de convencer a su proveedor de dejárselas a un costo mucho más bajo de lo habitual.

Al llegar a la casa de los Higgins, Carlo entregó las piezas a la empleada. En el transcurso de los minutos, mientras aguardaba por su paga, notó que algo extraño ocurría. No veía por ningún lado a la atractiva señora de la que había quedado prendado. Carlo miró su reloj. Había pasado más de la cuenta. Notaba cierto nerviosismo en la empleada. Impaciente por su paga insistió que le explicara el motivo de la tardanza. Ella le contó que la señora estaba en cama desde la noche pasada debido a una repentina fiebre y que su patrón no conseguía doctor.

El señor Higgins, al percatarse de la presencia del extraño, y luego de que Carlo le explicara quién era, mandó el dinero con la empleada, y volvió al teléfono. Trataba con insistencia comunicarse con su doctor de cabecera, cuando al fin le contestaron la secretaria le dijo que, por ser vísperas de año nuevo, el doctor se había permitido una pequeña vacación.

Carlo intuía bastante bien la situación de los Higgins, al ser recién llegados, conocían apenas nada de la vida por esos lados, el invierno azotaba fuertemente, uno tenía que tener los reparos para no caer en cama. Pensaba que debía tratarse de un simple catarro, y creyó que quizás podría hacer dinero extra.

―Señor, con todo respeto... aquí no hay forma de que entre una ambulancia. Cuando cae nevada, este lado del pueblo es inaccesible. En los alrededores todo se detiene por las fiestas. Si le interesa, sé dónde vive el doctor de los pueblerinos, si usted lo desea claro, por una paga razonable puedo traérselo.

Por lo alarmante de la situación, el señor Higgins lo estaba considerando.

―Dime una cosa, ¿es un médico calificado?

―Debe serlo señor. El año pasado, más o menos por estas mismas fechas curó a mi vecina. Tenía la misma fiebre que su señora. ―Carlo trataba de sonar convincente. Pero el señor Higgins era cauto.

―No me sabe bien dejar la salud de mi esposa en manos de alguien que no conozco. ―Descartó la idea.

El señor Higgins se comunicó con los hospitales de los pueblos más cercanos, aunque prometía duplicar, triplicar su paga, por la intensa nevada, ninguno se atrevía a mandar ambulancias.

Al cabo de una hora, debido al mal clima, y al feroz viento que rugía, Carlo permanecía en la casa. Para entonces el teléfono había muerto.

―Nada. He quedado incomunicado ¡maldita sea! ―sumamente preocupado, el señor Higgins daba repetidas vueltas. En un arranque desesperado, salió a echar a andar su carro, pero el motor, estaba muerto. Irritado y sintiéndose impotente, regresó a la casa.

Relatos de terror, misterio y suspensoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora