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—Voy a subir al monte.

Dijo don Eustaquio Quiste, quien tenía la buena costumbre de pagar sus deudas a tiempo, pero debido al mal clima de las semanas pasadas y a su malograda pierna, se había retrasado en sus negocios, y para ese sábado, no contaba con el dinero suficiente para saldar la deuda que contrajo con su, —según él— quisquilloso y avaricioso vecino, que en su momento de urgencia, se había aprovechado de su necesidad, le prestó dinero para sus medicinas a un interés muy elevado.

La noche anterior, cuando se lo mencionó a su mujer, que jamás de los jamases se entrometía en sus asuntos, le había pedido que no fuera, pero ni el fuerte dolor que padecía en la rodilla se lo impediría, porque, como él mismo se jactaba delante de la gente, él no era de esos que dejaban las cosas a medias. Iba a saldar su deuda, como el hombre de palabra que era.

—He dicho que voy y voy. No hables más. Dedícate a coser o a limpiar mujer. Déjame dormir.

A la mañana siguiente, al levantarse de la cama, su mujer preparaba el desayuno: Una marraqueta y café aguado. Don Eustaquio juntó el cuerno de toro en el que llevaba agua y se calzó las botas.

El pueblo quedaba a kilómetro y medio del rancho. Si llegaba antes del anochecer, podría vender esa misma noche los tapires que pensaba cazar de forma ilegal, al almacenero que se encargaría de revenderlas al triple. Con ese dinero sumarían los quinientos que le debía a su vecino, y no tendrían que pagarle con la Luzmila, la única vaca que poseían, la que se había convertido en su único sustento en épocas malas. La había comprado gracias a la insistencia de su mujer, y que a ratos parecía que sentía más cariño por ella que por él.

—Pensátelo mejor viejo.

La mujer, con tono cansado, repasaba con trapo húmedo el suelo de madera. Don Eustaquio no tenía ganas de responder nada. Pero su mujer era insistente.

—Cerca del pozo he visto un gorrión sin cabeza. Mi tata dice que es señal de mala suerte.

Don Eustaquio ahoga un suspiro cansado, maldice en voz baja.

—Dile a tu tata que vaya a embaucar a los recién llegados, aquí tenemos de sobra mala suerte.

— ¿Y si te quedas nomás? Necesito que arregles el catre. Además, hoy viene Tomi, le decimos que nos preste dinero.

Don Eustaquio cortante y carente de paciencia se lo prohíbe.

—No molestes más al chico. Ya dije que hoy subo.

Don Eustaquio alista un par de trampas para cuis, y unos pedazos del pan que queda de la semana pasada para ir masticando en el camino.

Su mujer, suspirando, se puso a lavar las tazas, obstinada, trataba de hacerle cambiar de opinión.

—En la radio dicen que va a llover.

Pero para entonces la poca paciencia que posee don Eustaquio se ha terminado, y ahora, desfigurando su arrugado y moreno rostro, con su tono tosco replica.

—Esos vagos no saben dónde están parados. Viste que acá no ha caído agua hace una semana.

— ¿Y qué me dices de tu rodilla? Sigue igual.

El anciano siente una punzada en la rodilla. Y maldice por dentro.

—No duele si lo olvido. Espérame con algo caliente.

Don Eustaquio se despide y se pone en marcha.

El clima era favorable. Si tenía suerte, calculaba que con un par de tapires gordos saldaría la deuda. Tras dar una última mirada hacia el rancho, lanzó un silbido, junto a él apareció Ducan, su también, cansado pastor ovejero. Contemplaba al cielo limpio e invernal, reafirmando su decisión.

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