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A mi abuela la recuerdo sonriente, amable, graciosa, encerrada en su habitación, enclaustrada en la cama, sufría intensos dolores, a veces sus quejidos nos despertaban en la madrugada. Mi abuela padecía un cáncer terminal, no le quedaba mucho tiempo de vida, el doctor le había dicho a mamá que fuera preparándose.

En esa época, mis dos hermanas, mi prima y yo, compartíamos la amplia habitación debajo del de mi abuela, y como ella, cada vez se ponía peor nos mantenían apartadas, pero dos noches antes que mi abuela dejara este mundo, algo curioso pasó; moscas grandes posaban en el techo, precisamente, debajo de la cama de mi abuela, era algo asqueroso, no recordábamos que en casa hubiera alguna vez insectos, mamá y mi tía eran obsesionadas de la limpieza. Como no podíamos salir de la habitación, tratamos de no darles importancia.

Al día siguiente, Sandi, mi hermana menor nos despertó con un fuerte grito, le pregunté qué le pasaba, ella señaló alarmada el techo, ya no eran unas cuantas moscas, ¡eran cientos! Laura, mi hermana mayor, que miraba desde su cama, fue por una escoba e intentó espantarlas, pero sólo conseguía hacerlas volar un poco, luego volvían a posarse en el mismo lugar.

— ¡Es un asco! Iré a decirle a la mamá.

—No está... hace rato ha salido.

Corrimos a avisarle a mi tía, pero no quiso escucharnos, notamos que adentro algo pasaba, lloraba.

—Vuelvan a su dormitorio, es tarde, no quiero verlas espiando.

Como ordenó mi tía que no saliéramos, tuvimos que quedarnos encerradas. Cada una hacía lo que podía para no mirar a esa parte de arriba, luego de un rato vimos subir a un cura, y en el techo, en el lugar preciso, que estaba la cama de mi abuela, las moscas, sin explicación, se habían multiplicado; hacían una masa uniforme, compacta, oscura, e imposible, esa masa viva de negras moscas, tenían la forma exacta de la cama de mi abuela. No entendíamos cómo habían llegado ahí, la habitación no tenía ventanas.

En algún momento escuchamos a mamá reclamarle algo al cura, luego fue directo arriba, a ver a mi abuela, y no quiso escucharnos.

— No pienses en subir, nos va a castigar por culpa tuya...

—Tranqui, no me voy hacer ver.

Desde la puerta pude ver que mi abuela tenía una palidez extrema, casi no la reconocía; entré sin permiso, mamá me vio, pero no dijo nada, quería llevarla a que fuera ver las moscas, pero no me prestaba atención, hizo un gesto para que callara. Resignada, me acerqué a mi abuela, quería contarle de las moscas, ella sí me escucharía, enseguida comenzó a murmurar algo, muy bajo, que apenas entendía:

—Quiere llevarme, quiere llevarme... no le dejes, no ¡por favor!

Al ver que la agitaba, mamá ordenó que me fuera a dormir.

Dejamos la puerta abierta para que las moscas se vayan, pero al bajar, mamá, la cerró por fuera. Mi hermana mayor intentó salir, pero no había caso, mamá había cerrado con llave. Las cuatro, nos metimos en mi cama, intentábamos dormir, con el temor a que se metieran en la boca.

A la mañana siguiente, las moscas ya no estaban, desaparecieron de la misma forma en que llegaron. Mi prima, quien despertó primero, nos contó que mientras dormíamos, mi abuela había fallecido.

Desde aquello, cada vez que veíamos una mosca, volvía a nosotras, el recuerdo de esos días.

Varias veces, luego del entierro de mi abuela, tratamos de hablar con mamá sobre el tema, ella mantenía silencio o cambiaba de tema. Muchos años después, en una navidad, cuando Laura tuvo su primer hijo, y que Sandi, y yo, entráramos a la universidad, saqué de nuevo el asunto, la única respuesta que tuvimos de ella fue:

—Tu abuela practicaba magia negra, cuando yo era pequeña me contó que le vendió su alma al diablo.

Fin

Fin

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