Prólogo.

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Era imposible no derretirse por esa sonrisa, tan blanca, tan perfecta, y esos reflejos dorados del pelo que se acentuaban más todavía con los últimos rayos de sol. Ambos estaban sentados a la orilla del río. Él le contaba algo con mucha ilusión, pero ella no podía escucharle, se limitaba a admirar su belleza.

-¿Y bien? -Preguntó enarcando una ceja. Su pregunta devolvió a la realidad a  la jóven que notaba cómo le ardían las mejillas por la vergüenza de no haberle prestado atención.

Al ver la sorpresa en su cara el chico sonrió. De nuevo esa sonrisa.

-¿Quieres que nos veamos a media noche en el claro de bosque? Ahora tengo que irme, me están esperando.

Ella sonrió tímidamente y asintió. El joven pasó sus largos y suaves dedos por el pelo de la muchacha acariciando sus oscuros rizos, la cálida brisa de finales de verano los envolvía y en el aire había una refrescante mezcla de olores, de flores, de hierba y humedad. Era una tarde tranquila, hacía rato que el cielo comenzó a tornarse de color naranja y rosado.

-Nos vemos luego entonces. - Afirmó el chico. Ella aprovechó para disfrutar una vez más de su preciosa sonrisa y de sus encantadores ojos verdes, antes de despedirse. -Eres preciosa. -La besó en la frente, un beso intenso y lleno de todo el amor que sentía por ella y se marchó.

Hécate se quedó en el sitio acompañada únicamente de su mascota. Un perro enorme que a primera vista parecía feroz y peligroso, con un porte elegante y un pelaje negro y brillante. Seguía sonriendo como si él todavía estuviese a su lado. Contaba cada segundo que quedaba para volver a verle.

Él caminaba solo, volvía a casa de su tía que le estaría esperando con la cena. No podía dejar de pensar en Hécate, en sus ojos oscuros, su cabello negro y rizado cayendo sobre sus hombros delgados y pálidos como hojas de sauce sobre el río. Estaba completamente enamorado de ella y quería formalizar lo que tenían y recibir la aprobación de los dioses. Estaba decidido a contárselo a su tía esa misma noche, antes de ir a encontrarse de nuevo con Hécate.

Faltaba poco para llegar a casa cuando escuchó gritos desde una casa se suponía que estaba abandonada. Sonaba como una niña en apuros y se acercó para comprobar que todo iba bien.

-¿Hay alguien? -Al ver que no había respuesta se atrevió a entrar. -¿Hola?

Un nuevo grito que salía de algún lugar al fondo de la casa le sobresaltó. El sol se había puesto casi por completo y la luz era muy tenue. Echó a correr en la dirección de donde venían los gritos pero antes de llegar al cuarto del fondo de la casa algo le golpeó con fuerza por la espalda y cayó de bocas al suelo. Cuando intentó incorporarse algo volvió a golpearle y acto seguido ejerció presión sobre su espalda para que no pudiera levantarse.

-Dame todo lo que llevas y te dejaré ir. -Era una voz masculina, muy grave y cargada de ira. Al estar boca abajo no podía verle la cara.

-No llevo nada, lo juro por los Dioses. -La presión sobre su espalda se volvió más fuerte y a penas podía respirar.

En un intento desesperado por defenderse empezó a palpar el suelo a su alrededor en busca de algo que le sirviera de arma. La oscuridad se cernía sobre el estrecho pasillo cada vez más rápido y complicaba mucho más la situación. Cuando al fin dió con algo alargado y sólido con textura rugosa lo agarró como pudo y de un solo movimiento se giró, quedando boca arriba y al mismo tiempo golpeó con fuerza el lugar donde por lógica, pensó que estaría el hombre que le atacó. Acertó, le había propinado un buen golpe al ladrón que soltó un alarido de dolor y maldijo al joven con todas sus fuerzas. Se levantó de un salto y echó a correr en dirección a la salida pero no llegó a alcanzarla.

El ladrón volvió a incorporarse y se abalanzó sobre él cayendo los dos al suelo. Tras unos minutos forcejeando y varios golpes, el ladrón se hizo con el arma del muchacho y empezó a golpearle en la cabeza repetidas veces hasta que dejó de moverse.

Pensaba en ella mientras daba sus últimas bocanadas de aire, ya no sentía dolor, al menos no físico. Le dolía el alma. Sabía que no volvería a verla jamás, no volvería a rozar sus rosados labios, ni a acariciar sus rizos. No tenía que acabar así, no sin besarla una última vez, no sin antes jurarle amor eterno, no sin perderse una vez más en sus oscuros ojos. De repente todo se volvió negro, y dejó de pensar, de sentir, de vivir.

A Ciegas.Where stories live. Discover now