Capitulo 1 - Junio de 1992

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  • Dedicado a Javier Sierra
                                    

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Capitulo 1 - Junio de 1992

Con toda seguridad, mediocre es el adjetivo que mejor me define. Nunca destaqué ni sobresalí en nada “Un bueno para nada”. Yo nací en los setenta y aunque no recuerdo demasiadas cosas de esa época, sí que mantengo aquella sensación que flotaba en el aire. Aquellos universitarios hippies que estudiaron la carrera en los sesenta comenzaban ahora a trabajar; muchos de ellos optaron por dedicarse a la educación, pues pensaban que con sus nuevas ideas podían influir en los alumnos, revolucionando el mundo. Aún recuerdo con cariño a uno de mis profesores de segundo. Era un hombre extraño pero carismático, con su media melena alborotada siempre sin peinar, escasa barba mal afeitada, con pantalones vaqueros y con una peculiar americana de pana, bastante vieja y desgastada. Siempre nos hacía resolver problemas de libros al menos tres cursos superiores al nuestro; sus clases eran muy intensas, pero después del trabajo siempre terminaba contando alguna historia sobre hombres que habían vencido a los mayores ejércitos sin utilizar armas, usando únicamente el intelecto. Él mismo era quien organizaba los actos que se celebraban en el colegio el día mundial de la paz. En una ocasión nos dijo que trajésemos de casa todos los juguetes bélicos que tuviésemos, y así lo hicimos. Llevamos pistolas y ametralladoras y nos las cambiaron por juegos educativos o tradicionales como peonzas, diábolos, canicas, balones, etc. Después todo el armamento de plástico se quemó en una gran hoguera. Fue extraño aquel momento.

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Enseguida advertí que lo mejor era no destacar, permanecer desapercibido entre la multitud. Si un niño era bueno en algo, se le exigía que lo fuese siempre, y cuando fallaba… ¿Qué pasaba si fracasaba?

Si eras demasiado malo tenías que ir a clases especiales o a que te viese un psicólogo o un especialista pedagogo. Los niños que sobresalían tocando el piano se pasaban todo el día practicando, en cambio los niños del montón disponíamos de mucho tiempo libre para salir a la calle a jugar.

En el último curso de colegio se hacía mucho hincapié en las historia reciente, en la democracia y en la constitución. Así que aprendíamos aquellas leyes de memoria e intentábamos encontrar algún sentido a todas ellas en el mundo que nos rodeaba. Ardua labor, recompensada únicamente con el desazón y la decepción.

A los quince años todas las normas que conocía comenzaron a tambalearse; a esa edad comencé a trabajar. La construcción era un empleo de los más duros y allí me encontraba yo, con quince años trabajando como peón, realizando las tareas más desagradables: descargando un camión, subiendo el material por la escalera hasta la última planta y, para colmo, aguantando las burlas de los albañiles de mayor edad. Para ellos era gratificante reírse de los jóvenes novatos, y a menudo planificaban alguna broma de mal gusto, sin ninguna gracia, como hacerte llevar el material a un lugar donde no hacía falta, o enviarte a recoger la herramienta de otro grupo de trabajadores sin tener consentimiento, provocando un conflicto, ya que podían pensar que les querías robar. Así empecé a dudar de todo lo que había aprendido. Aquí las leyes y las normas comenzaban a tambalearse. Los albañiles de mayor edad hacían lo que les venía en gana y los jóvenes teníamos que tragar con todo lo

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que nos tocase. Cobraba un sueldo ridículo, así que tenía que tener mucho cuidado para no gastármelo todo en comida y transporte. Nadie me obligaba a trabajar, teóricamente estaba prohibido y debía de seguir estudiando, pero había dos caminos: trabajar y poder sacarse el permiso de conducir y con todos los ahorros comprar un coche de segunda mano, o seguir estudiando, vistiendo la ropa que tu madre te quisiese comprar, sin posibilidad de tener coche ni de irte de vacaciones a ningún lugar, sin un duro los fines de semana, encerrado en casa, con el propósito de terminar una carrera, lo cual no te garantiza que encuentres trabajo, por lo que, después de estudiar hasta los veintitantos o treinta, podías encontrarte sin un duro vestido con la ropa que ya no quieren usar tus hermanos o tus primos y trabajando igualmente de peón en la construcción. Además tenías que realizar el servicio militar obligatorio y a esa edad destacabas demasiado entre los reclutas, eras un parias, que no encontraba su lugar.

Compañía Nº12Donde viven las historias. Descúbrelo ahora