Prólogo

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Le gustaba el frío de las noches de primavera y tenía que mantenerse despejado así que había decidido bajar la ventanilla del coche. A esas horas de la madrugada apenas había gente en la calle; deseaba que saliera ya, estaba cansado de esperar, aunque debía tener mucho cuidado de que nadie lo viera. En el fondo, sabía que no era buena idea atacar a Sheila, pero tenía que hacerlo, ya no podía esperar más.

La suerte estaba de su lado esa noche, ella no había encontrado un sitio cerca del pub y  aparcó en una zona algo menos transitada. No era realmente un estacionamiento, sino un solar de tierra que mucha gente aprovechaba para dejar allí el coche. Consiguió aparcar cerca de ella y se dispuso a esperarla.

Por fin la vio salir. Iba sola, mucho mejor para él, así no tendría que seguirla hasta casa. Llevaba una camiseta verde entallada y unos vaqueros que resaltaban sus curvas. En ese momento, se soltó el pelo que tenía recogido en una coleta, el cabello rubio se deslizó por sus hombros. Se iba aproximando a él. Cuando ya se encontraba a escasos metros de la furgoneta, miró en su dirección, pero no le vio, estaba agazapado en su escondite desde donde la podía ver y seguir sus pasos.

 Observó su cara, percibía su inquietud. Si fuera Sheila, también sentiría temor al ver aquella furgoneta gris, sucia y con los cristales tapados por pequeñas cortinillas; hasta a él le incomodaba. La había robado hacía pocas horas y, en cuanto se la llevara, se desharía de ese cacharro.

 Comprobó que ella estaba cerca de su coche, entonces decidió salir. Lo hizo de forma brusca para no darle tiempo a pensar. Se bajó y corrió tras ella a la vez que Sheila se giraba y lo descubría. Llevaba un pasamontañas negro para que no pudiera ver su rostro. Observó claramente su cara de terror al verlo, antes de salir corriendo en dirección al coche. Desesperada, buscaba algo en el bolso, seguramente las llaves para abrir la puerta del vehículo.

Solo escuchaba su propia respiración, agitada por el esfuerzo de correr a toda velocidad. Faltaba muy poco para alcanzarla; si alargaba la mano, la atraparía. Pero ella consiguió abrir el coche y meterse dentro. Antes de que pudiera cerrar los seguros de las puertas, él logró entrar en la parte de atrás. La agarró del cuello y del pelo arrastrándola con fuerza a los asientos traseros. Un femenino grito de dolor sacudió las ventanas. Ella forcejeaba mientras que él intentaba inmovilizarla para clavarle el contenido de la jeringuilla que tenía en la mano. Eso haría que se quedara inconsciente.

Sheila comenzó a chillar, aunque con las puertas y ventanas cerradas, nadie la escucharía. Incluso si alguien pasaba por allí, creerían que estaban teniendo sexo, sexo duro, pero sexo al fin y al cabo. Consiguió taparle la boca para que dejara de emitir ese agudo sonido, le estaba crispando. En ese momento, logró morderle. «Mierda». Parecía una fiera, la tenía de espaldas, encima de él, ella no dejaba de dar patadas a la puerta sin parar de moverse. Los gritos le estaban agobiando, cabreándolo cada vez más. Intentó golpearla en la cabeza, a pesar de que no tenía mucha opción de movimiento. La agarraba de los brazos, pero no podía sujetarla, luchaba desesperadamente.

Ella le dio un fuerte cabezazo y, por un momento, la soltó, quedándose aturdido. Sheila aprovechó para incorporarse y abrir la puerta. Cuando iba a salir, la volvió a coger del pelo y la echó hacia atrás. Esta vez el grito que salió de su garganta fue de terror y dolor. Seguía defendiéndose, le arañaba e intentaba volver a morderle, con la otra mano hacía lo posible para que él no pudiera pincharle con la aguja. En ese instante, él sintió humedad entre sus piernas llegándole a traspasar los pantalones. Del miedo, Sheila se había orinado encima, debía estar aterrorizada.

Por fin logró acceder a su cuello y le clavo rápidamente la jeringuilla, introduciéndole el líquido, mientras que ella le propinaba un fuerte codazo en las costillas. Se quedó bloqueado y sin apenas poder respirar. «Puta», pensó. La mujer lo aprovechó para abrir de nuevo la puerta del coche y salir. Aunque a él ya no le preocupaba que intentara escapar, en unos segundos se desplomaría. Vio que se tambaleaba e intentaba correr en vano. La droga estaba haciendo mella en su cuerpo, siguió avanzando unos pocos metros más y cayó al suelo inconsciente. Cogiéndola, rápidamente la introdujo en la furgoneta, agarró el bidón de gasolina y corrió hasta el coche de Sheila. Vació la garrafa esparciendo el contenido y encendió una cerilla. No quería dejar ninguna prueba de ADN.  

Sacó algo de su bolsillo y lo puso debajo de una piedra cercana al coche. Cuando llegara la policía, sabría que otra chica había desaparecido a manos de la misma persona.  

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El baile del cazadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora