CAPÍTULO 14

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Al final no he necesitado que Gordi me cubriese en el restaurante porque abrí mi gran bocaza y Diego se marchó a su casa, creyendo que era un niñato inmaduro que no sabía usar la cabeza antes de hablar. Y lo peor de todo es que tiene razón. Cada día que pasa, me vuelvo más impulsivo y temperamental, ya me di cuenta de eso en la fiesta, cuando me insinué a Diego en medio de un montón de gente, y otra vez el día que le confesé a Gordi que estaba enamorado de un hombre sin detenerme a pensar en las posibles consecuencias de mis actos. En esas dos ocasiones, las cosas terminaron bastante bien para mí, pero esta vez he metido la pata hasta el fondo. Estaba tan concentrado en mi furia hacia Sandra y lo verosímiles que sonaban mis sospechas que no me paré a pensar en lo ofensivas que le resultarían a él mis palabras.

En el fondo, pienso que cortar esta historia de raíz ha sido lo mejor para Diego porque a la larga le voy a ahorrar mucho sufrimiento, pero lo cierto es que estoy luchando con todas mis fuerzas contra esa recién descubierta impulsividad para no ir a suplicarle otra oportunidad porque lo conozco demasiado bien y sé que acabaría por dármela. Es demasiado bueno para su propio bien. En lugar de eso, he venido al restaurante para tratar de trabajar, aunque me temo que estoy demasiado distraído y soy más un estorbo que una verdadera ayuda para mis compañeros.

—¿Fabián me oyes? —me increpa Laura, ligeramente irritada.

—¿Qué?

—¿Puedes atender tú a esas clientas que acaban de llegar?

—Sí, perdona —murmuro mirando en la dirección que ella acaba de señalarme.

Dos chicas jóvenes con aspecto de ejecutivas acaban de sentarse en la misma mesa en la que Sandra y yo cenamos aquella última noche y de repente me parece estar viviendo una especie de deja vu. No, no un deja vu, es más como un flashback... ¡Virgen santísima, lo recuerdo, lo recuerdo todo!

*****

Aquella noche, el restaurante estaba lleno a rebosar porque además de los clientes habituales teníamos varias cenas con grupos numerosos. Verónica DelValle había reservado una mesa para las diez de la noche, pero ella y su amiga no llegaron hasta cerca de las once y media. De tratarse de cualquier otra persona, habríamos ocupado la mesa al pasar los treinta minutos de la hora acordada, pero las familias DelValle y Ortiz (dueños del bufete en el que aquella niñata malcriada trabajaba) eran nuestros mejores clientes, así que mi madre quiso esperar y mantener la mesa reservada, aunque su decisión le costase dinero por perder a varios clientes que llegaron sin reserva y tuvieron que irse porque no había ninguna mesa libre.

Cuando por fin decidieron honrarnos con su presencia, estuvieron casi quince minutos estudiando la carta con desdén, como si aquella fuese la primera vez que comían en el Miramar, aunque sabían perfectamente que cerrábamos la cocina a las doce de la noche. Finalmente, acabaron por pedir lo de siempre, acompañado de varias botellas de vino gran reserva que costaban casi tanto como mi última matrícula de la universidad. Como era habitual, ninguna de ellas se molestó en mirarme a la cara cuando tomé su pedido. Poco a poco, el restaurante fue vaciándose hasta sólo quedar los últimos rezagados, y cómo no, las insoportables abogadas que no parecían tener ninguna prisa por irse. Entre costosas botellas de vino, su animada conversación se fue transformando en una desagradable pelea que estaba incomodando a los demás clientes porque sus voces podían oírse desde mi lugar detrás de la barra. Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para no ir a llamarles la atención porque sabía que mi madre no quería perder a sus mejores clientes.

¿Estás loca? le gritó Verónica a su amiga—. ¡Está casado y tiene edad para ser tu padre! Es así cómo has conseguido el ascenso, ¿verdad? Porque seguro como el infierno que no ha sido por tus méritos laborales... ¡Eres una pésima abogada!

Asuntos pendientes (completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora