El navegante que se enamoró de la luna...

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EL NAVEGANTE QUE SE ENAMORÓ DE LA LUNA...

Cuenta una leyenda, olvidada por casi todo ser viviente, que en el norte del mundo, tan al norte que incluso las cosas más fantásticas eran consideradas cotidianas, existió hace un tiempo indeterminado un navegante audaz y avezado, considerado el más valiente guerrero que ha surcado el océano, pero que vivió una de las más tristes historias que pueda existir.

Cada día al despertar, el navegante daba gracias por el nuevo amanecer; una nueva oportunidad de cumplir sus sueños. Realizó sus labores con ahínco y dedicación durante muchos años. El humilde marinero, se convirtió en leyenda y llenó sus arcas con los tesoros que recaudó en sus aventuras. Sus leales tripulantes le admiraban y le temían. No había cosa que no hicieran si él se las ordenaba.

Pero llegó un momento en que el navegante dejó de dar gracias. Ya no tenía los deseos y sueños que antes anidaban en su corazón. La soledad había calado hondo en el alma del viajero de los mares. No tenía con quién compartir los tesoros de su bodega, entonces dejaron de importarle. Ya no le valía de nada ser una leyenda. Él quería sentirse amado, no temido, ni imitado.

Así fue, según dice la historia, que una noche antes de irse a dormir y cuando ya todos sus marineros descansaban de una larga travesía, que el navegante salió a cubierta y contempló el mar, tan calmo como una taza de leche aquella noche, pero fue la visión de una luna gigante, llena y anaranjada lo que le hechizó. Casi creía poder tocarla desde lo alto del mástil mayor. No dejaba de contemplar y de admirar aquel astro que a su parecer era lo más hermoso que había visto jamás.

Hipnotizado por su belleza, comenzó a hablarle y a desahogar su angustia y su tristeza. Estar con ella le hacía sentirse acompañado. Así lo hizo, cada noche siguiente. Su tripulación estaba realmente preocupada, pues de día era un cadáver viviente que deambulaba por el navío, esperando con ansias que ella apareciera en el cielo nuevamente al anochecer.

Cuando el ciclo lunar privó al firmamento de todo rastro de su existencia, el navegante cayó enfermo. El médico de a bordo no daba con la enfermedad, pero los más ancianos decían que el capitán estaba enfermo de amor. Cuadros febriles, tercianas, sudores fríos y desvaríos formaron parte de la vida del hasta hace poco vigoroso marino.

Los días pasaron lenta y amargamente, cada uno con sus noches y el marinero empeoraba cada vez más. Ya sus incoherencias daban indicios de locura. Se encontraba en un punto sin retorno.

Sin embargo, una noche tibia de invierno, se dibujó en el cielo una muy delgada y estilizada luna nueva, que se las ingenió para infiltrase por la escotilla del camarote del capitán, devolviéndole la esperanza y las ganas de vivir otra vez.

A medianoche salió a cubierta. Su luna le esperaba y él le reprochaba por haberle hecho sufrir de tal forma. No estaría dispuesto a pasar por eso nuevamente. Le pidió que le llevara con ella, que no le dejara ni una sola noche más sin su inigualable compañía. Él estaba dispuesto a lo que fuera, con tal de quedarse junto a su amada señora y acompañarle en su eterno reinado sobre la oscuridad de la noche.

No se supo más de él. A la mañana siguiente su tripulación le buscó, tanto a bordo como en las cercanías del mar, sin ningún resultado. No había rastro alguno que indicara el destino del navegante.

Algunos dicen que murió de su enfermedad y que la tripulación ocultó la verdad. Otros dicen que embobado por su amor, se olvidó seguir respirando, hasta que su corazón dejó de latir y cayó al mar, alimentando a los tiburones.

Yo quiero creer, lo que me dice la leyenda, que como a pocos, su amada Luna le concedió la oportunidad de estar con ella por toda la eternidad y que el navegante se desvaneció, salpicando el firmamento y formando parte de los millones de luceros que le acompañan cada noche; los que quizás, sean testimonio de sus amores más antiguos.

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