Crimen perfecto

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Mirando el espacio entre sus ojos, sus cejas delineadas, sus párpados caídos, su piel marcada, un vicio indeseado apuñaló mi boca; mi anhelo. Era perfecta, perfecta para el crimen. Mientras las mañanas tarareaban, impacientes, escépticas, el placer consumía el resentimiento. Casi como bailantes, nos contorneábamos uno al otro.

Y al acercarse mis manos a su cuello ostentoso, acariciándole el contorno, los susurros que aparentaban sollozos, me perdía en su llanto. No era más que un intento, un intento que resulto un hecho. Un momento de avaricia. Mis manos entre sus hombros y su pecho.

Suspiré, pesadamente. Costaba creerle a la naturaleza, creerle tal belleza. Costaba creerme lo muerta que estaba al parecer tan viva. Lo muerta que estaría al estar tan viva. Y carecía, de todo lo que ella significaba, de lo que alguna vez significamos.

De momento le grité. Le grité que perecía por su bien, le grité que aborrecía su desdén. Con los dedos pellizcándole la piel, la tome por mía. La tome por mía cuando le marque la rabia en el alma, el deseo en sus labios, mi voz en su garganta.

Me rasgo los brazos con sus uñas y me perdí en ella. En el líquido sagrado que le resbalaba por los pechos. En su abdomen plano que se contraía por la pasión. Y nos destruíamos y construíamos una y otra vez tras el descenso.

Y antes de caer en lo desconocido, en lo lírico y pavoroso, le mire impactado, impactado por su presencia, por el mañanero aliento de su caída. Cuando mis manos le tocaron, y su corazón dejo de ser una melodía casi deliciosa, cerré los ojos un momento y la escuché maldecirme amorosa; reírse temerosa. Me vi amándola sin decencia.

Recorrí con los dedos, el camino de su inocencia y su silencio, el tormento que le enredaba los cabellos. Bese con lentitud inquietante, su piel empapada, sus piernas pálidas. Le marque, con carcomida pesadumbre, el nombre de la lujuria, la poesía de su mirada. Y al tenerla, tan cerca, tan fría, tan mía, le sonreí a mi vida por tener la suya.

Al caer en mis brazos, la tome con fuerza. Le susurre al oído cuán grande era mi amor por ella. Tan grande que, al mirarle, inmóvil y consumida, preciosa y altiva, ahogue mis pecados en su perpetuo descanso. Y al depositarla en la tierra húmeda, mientras el roció de las flores le limpiaba el rostro, su bello rostro, podrido y apetitoso, me arrodille a su asfixia, al callar de su respiración ambigua.

Entonces, con un súbito golpe de abatimiento, con sus cabellos sobre mis piernas, olvide su nombre en el viento. Respire la dicha de las palabras de la muerte, el desespero de una aspiración insatisfecha. Cuando le bese la frente, la última vez que mis labios tocaron su piel, tan cálida, tan inocente, tan ella, deje que mi augurio perdiera el sentido.

Lloré al cielo, su lluvia. Corrompí la tormenta tras mis truenos. Cabe a mi cuerpo, su entierro. Deje que su voz guiará mi decadencia. Fui su vida cuando respiraba mi ensoñación, fui su muerte cuando deseó mi admiración. Y al quererle, quererle como yo le quería, el amor nos envidiaba, la vileza nos presenciaba.

Me convertí en su secreto, casi un improperio, tanto, que le concedí la eternidad. Tan efímera, tan veraz. Y le perdí, le perdí la vida. Y fuimos un aliento, su último aliento tras ni amor terco. Y así, la ame, a la mujer a la que contemple, bella, hermosa, muerta. Un crimen perfecto.

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